lunes, 31 de diciembre de 2012

1933- TOM´S A-COLD - John Collier




Al británico John Collier se le recuerda hoy sobre todo por sus cuentos fantásticos rebosantes de festiva ironía sobre tiendas mágicas, tratos con el diablo o plantas devoradoras de hombres que acechan en los invernaderos domésticos. Ironía, por cierto, que no siempre fue bien acogida por los sectores bienpensantes de la sociedad. En su primera novela, "Su esposa mona o casado con un chimpancé" (1930), un hombre regresa de su viaje a África con un simio llamado Emily, del que se enamora y con el que se acaba casando. El escándalo de este relato de amor entre especies -en realidad una sátira social- no impidió su éxito.

El relato que titula esta entrada (en Estados Unidos fue publicado como "Full Circle") fue la única incursión del escritor en la ciencia ficción y en él ofrece una visión ácida de un mundo postapocalíptico situado sesenta años en el futuro.

El subgénero postapocalíptico tiene una gran tradición en la literatura de ciencia ficción. Normalmente, primero tiene lugar el cataclismo y luego la lucha por la supervivencia y la adaptación al nuevo escenario. Si la humanidad consigue evitar la aniquilación total, los detalles de la tecnología pre-catástrofe y los hechos que acompañaron a la caída de la civilización se difuminan más y más con cada nueva generación hasta que incluso llega a construirse una mitología alrededor de ese viejo mundo. Bajo esa amnesia colectiva, no obstante, palpita el deseo de redescubrir los dorados logros de las civilizaciones pasadas.

Quizá la más representativa de esas historias en el ámbito de la ciencia ficción primitiva sea la pionera "After London" (1885) de Richard Jefferies, ya comentada en este blog. En ella, la estrategia narrativa del autor consistía en comenzar el relato doscientos años después de que la catástrofe hubiera arrasado la civilización; con ello se conseguía infundir en el lector una sensación de alejamiento y extrañeza ante la nueva sociedad, ya bien asentada, que se describe. De hecho, son mucho más numerosas las novelas ambientadas tiempo después del desastre que aquellas que narran el apocalipsis propiamente dicho. Desde "After London" se han registrado pocos cambios en lo sustancial dentro de este tipo de historias: cataclismo, periodo de salvajismo brutal, construcción de un sistema de tipo feudal e intentos por restaurar la antigua y mitificada gloria. "Tom´s A-Cold" no es una excepción.

La acción comienza en 1995, en una Inglaterra que ha revertido a un estado medieval, dividida en municipios continuamente enfrentados y dirigidos por señores de la guerra. El joven Harry se ha criado en un valle de Hampshire bajo el tiránico gobierno de El Jefe. El abuelo de Harry, al que todos conocen como "Padre", atesora la ambición de restaurar la civilización situando a su nieto en el poder. La ocasión se presenta cuando los hombres del valle efectúan una incursión en una ciudad cerca de Swindon para robar mujeres con las que desposar a sus jóvenes. Harry conseguirá hacerse con el liderazgo de su grupo, pero a costa de perder todo lo que le es más preciado.

"Tom´s A-Cold" es una obra que tiene poco en común con el resto de su bibliografía. John Collier
nació en Londres y comenzó su carrera profesional como escritor en el campo de la poesía en 1920, cuando contaba tan sólo diecinueve años. A principios de la década de los treinta se decantó por la ficción hasta que en 1935 su creciente popularidad le atrajo la atención de Hollywood, donde se mudó para iniciar una nueva trayectoria como guionista de películas primero ("La Reina de África") y televisión después. En concreto, su influencia se dejó notar en el estilo subversivo y desasosegante de programas clásicos como "Alfred Hitchcock Presenta" y "The Twilight Zone". No dejó mientras tanto de escribir relatos y novelas de misterio, en los que siguió haciendo gala de su ingenio, sentido de la ironía y creatividad, hasta el punto de que se le ha comparado con Ambrose Bierce o Roald Dahl.

En esta su única incursión plena en la CF -aunque otros de sus relatos contengan elementos de este género en mayor o menor medida-, encontramos un argumento sencillo, sin pretensiones: el joven protagonista, un líder nato, deberá atravesar duras experiencias y conflictos para hacerse con el poder, sufre una tragedia y se somete a las cargas del poder con tal de tener la oportunidad de mejorar el destino de su pueblo. En la novela y de forma algo sentimental, Collier nos presenta la Naturaleza de ese nuevo mundo con una intensidad casi onírica que no volvería a recuperar en el resto de sus relatos.

Sobre el vívido retrato del paisaje inglés los personajes comparten sus tragedias casi shakespirianas, como la del amor de Harry por Rose, una de las mujeres raptadas en la incursión contra la ciudad; o el intento de curar al herido Jefe con una antigua jeringuilla hipodérmica; o la conversación final entre "Padre" y Harry acerca de la imposibilidad de conocer realmente el corazón humano.

La prosa de Collier era de gran nivel estilístico, sus personajes sofisticados y sus argumentos inteligentes, pero su talento jamás fue reconocido por los gurús de la "alta cultura" debido, irónicamente, a su inmensa popularidad en la literatura de género, especialmente en el ámbito del cuento y el relato corto -habitualmente menos apreciados que la novela-. Aunque no un practicante asiduo de la ciencia ficción, Collier fue un autor cuyo redescubrimiento es más que recomendable.

viernes, 28 de diciembre de 2012

1933-HORIZONTES PERDIDOS - James Hilton


 



Hay escritores con más suerte que talento. A veces, la clave del éxito de una obra no reside tanto en su calidad u originalidad como en el momento histórico, social o económico en el que se presenta al público. Naturalmente, esto es más fácil de analizar con la perspectiva que da el tiempo. Dudo mucho que James Hilton construyera su novela "Horizontes Perdidos" a partir de detallados estudios sociológicos sobre los gustos imperantes. Pero tuvo suerte.

En 1933, el mundo aún seguía sumido en una profunda crisis económica que había puesto en cuestión el mismo sistema capitalista del que tantos beneficios se habían extraído tan solo unos años antes. Aún peor, esa crisis estaba generando unos monstruos políticos en Europa (desde el Fascismo y el Nazismo al Comunismo) que nadie hubiera podido prever antes de la Primera Guerra Mundial y que ya comenzaban a pavimentar el camino hacia la siguiente conflagración (recordemos que este mismo año 1933, H.G.Wells ya había previsto el sangriento conflicto en su obra "La vida futura").

Hubo escritores que se enfrentaron valientemente al negro futuro que se avecinaba, como Aldous Huxley y el propio Wells. Otros, como Hilton, optaron por el escapismo y la ensoñación, trasladando al lector a un mundo mejor, un paraíso remoto en el que sentirse a salvo: Shangri-La. Y acertó.

Desde el momento de su publicación, "Horizontes Perdidos" se convirtió en un éxito editorial que nadie había sido capaz de anticipar. Vendió millones de ejemplares, dio nombre a la residencia de descanso del presidente norteamericano (Franklin D.Roosevelt la nominó “Shangri-La” en 1942 antes de que Eisenhower lo cambiara por “Camp David”) y un recién oscarizado Frank Capra (por "Sucedió Una Noche", 1934) la seleccionó para su adaptación cinematográfica en 1937. Cuatro décadas después, en 1973, se estrenó un musical basado en la película aprovechando la renovada fiebre por la cultura y la espiritualidad orientales.

La novela comienza con un prólogo y dos extensos capítulos preparatorios en los que se presenta la historia. El primero nos lleva hasta un club de "gentlemen" en Berlín en el que se encuentran reunidos cuatro británicos. La charla deriva hasta el secuestro, unos años atrás, de un avión en la India en el que viajaba un conocido de todos ellos, el diplomático Hugh Conway. Éste era un sabio multidisciplinar en Oxford, inteligente, atlético y dotado para las artes, el héroe prototípico de la novela de aventuras. Tras dar por finalizado el encuentro, uno de los ingleses, Rutherford, confiesa a otro de los contertulios que ha visto a Conway. Tras su prolongada ausencia, apareció amnésico en un hospital de China, donde le dictó sus asombrosas experiencias. Rutherford le pasa a su compañero el manuscrito para que lo lea, dando así comienzo a la novela propiamente dicha.

Los dos primeros capítulos presentan al grupo central de personajes y su peripecia durante el vuelo. Entre los pasajeros, además de Conway, se encuentran Mallinson, su joven ayudante; Barnard, un tosco norteamericano; y Miss Brinklow, una misionera evangélica. No tardan en darse cuenta de que el piloto les está llevando por una ruta diferente a la planeada, pero sus protestas son acalladas a golpe de revolver. Cuando el aeroplano se estrella en un remoto rincón de la cordillera del Himalaya, los cuatro protagonistas son rescatados y llevados a la lamasería de Shangri-La, un lugar cuyos secretos y descripción se abordan en el tercer capítulo.

Este primer tercio de la novela sigue de cerca los parámetros ya bien establecidos del subgénero de Mundos Perdidos: un grupo de viajeros abandonan su cotidiana y previsible existencia para viajar a algún paraje exótico y lleno de emociones al tiempo que difícilmente accesible. En él descubren alguna civilización perdida y aislada del mundo exterior. Dentro de ese marco muy general, se pueden encontrar desde novelas de aventuras más o menos puras, como "Las Minas del Rey Salomón" de H.Rider Haggard, ciencia ficción como "El Mundo Perdido" de Arthur Conan Doyle o terror como "En las montañas de la locura" de H.P.Lovecraft.

La idea de un mundo oculto bajo la superficie de nuestro planeta es muy antigua y se puede rastrear en todo tipo de cuentos populares y tradiciones orales. En muchos de ellos, ese mundo tiene forma de utopía radiante de armonía y poder espiritual.

Para la creación de su Shangri-La, Hilton recurrió a antiguas leyendas que hablaban de un lugar más allá del Tíbet, entre las nevadas cumbres del Himalaya y los escondidos valles de Asia, en el que sólo vivían seres perfectos y puros de corazón y que respondía al nombre de Shamballa (que en sánscrito significa "lugar de paz y tranquilidad"). Era la fuente legendaria de sabiduría para la rama más esotérica del misticismo tibetano.

Según una profecía, cuando la especie humana se corrompa a causa de la extensión de la ideología materialista y sus seguidores se unan bajo el mando de un rey maligno que crea que ya nada queda por conquistar, las brumas se disiparán para revelar las montañas de Shamballa, cuyos longevos y sabios habitantes no sólo resistirán los ataques de las hordas de aquel corrupto monarca con fenomenales armas, sino que conseguirán aniquilarlas.

Estas leyendas (que se referían a Shamballa como Agarta y que en algunos casos eran relacionadas
inclusoa con la Atlántida) llegaron a Occidente de la mano de los primeros viajeros occidentales al Tíbet, pero fueron figuras más estrafalarias las que la popularizaron. Fue el caso del ocultista autodidacta Joseph-Alexandre Saint-Yves (1842-1910), quien afirmó seriamente recibir mensajes telepáticos del Dalai Lama y efectuar viajes astrales a Agarta. Viajeros posteriores, como los rusos Ferdinand Ossendowski y Nicolás Roerich (éste último miembro de la esotérica Sociedad Teosófica), recogieron aún más testimonios locales sobre la existencia de un paradisiaco y avanzado mundo subterráneo.

Pero Hilton no sólo se apoyó en estas informaciones tan fragmentarias como fantasiosas, sino en la crónica que National Geographic publicó por entonces de la expedición a los Himalayas chinos conducida por Joseph Rock.

Ahora bien, aunque todo hasta este momento apuntaba a que "Horizontes Perdidos" sería un relato más de Mundos Perdidos, lo cierto es que acaba despegándose de los tópicos de muchas de las obras más populares en ese momento en el ámbito de las revistas pulp, por ejemplo, las novelas de Burroughs, en las que el aventurero occidental de tez blanca se erige como bastión moral de un mundo poblado de tribus primitivas y belicosas y en el que la acción incesante domina toda la narración.

En cambio, la novela de Hilton abandona la épica aventurera que se sugiere en su comienzo para convertirse en una obra más cerebral que hace hincapié en reflexiones sobre el pacifismo y la filosofía de vida, desarrolladas sobre todo a través de las conversaciones de los viajeros con el Gran Lama de Shangri-La y sus acólitos. De hecho, aquí son los occidentales los que adoptan el papel de ignorantes invitados de una civilización claramente superior, tecnológica y moralmente.

Los monjes de Shangri-La creen y practican una filosofía a mitad de camino entre el cristianismo (introducido en el remoto valle en el siglo XVIII por un sacerdote francés) y el budismo tradicional de la zona. El lema de estos monjes podría quizá resumirse en "Todo con moderación". En palabras de uno de ellos: "gobernamos con una dureza moderada y a cambio obtenemos una satisfactoria obediencia moderada. Y creo que puedo afirmar que nuestro pueblo es moderadamente sobrio, moderadamente casto y moderadamente honrado".

De la misma forma, sostienen que todas las religiones son moderadamente verdaderas. En este sentido, la dicotomía Oriente-Occidente se hace patente cuando Miss Brinklow intenta comprender las creencias religiosas de los habitantes del valle. Chang, el lama que les enseña el lugar, explica que los monjes "se dedican a la contemplación y tratar de alcanzar la sabiduría". "Pero eso es como no hacer nada", responde Brinklow de acuerdo a su forma claramente occidental de pensar. Chang, sin perder la calma, le da la razón: "Entonces, madam, no hacen nada". El tibetano no discute con la mujer ni trata de convencerla de su punto de vista. Es más, cuando ella anuncia su propósito de convertir a su fe cristiana a sus anfitriones, el lama ni se interpone ni la ayuda, sencillamente la deja hacer.

El autor describe el valle como un lugar pacífico, no completamente ajeno a las influencias del mundo exterior pero sí tan idílico y por encima de las maldades humanas que casi se diría ajeno a él. No es tampoco el paraíso bíblico ni ninguna utopía de las imaginadas por la filosofía y la ciencia ficción occidentales. Al contrario, su espíritu pretende ser netamente oriental.

Y digo pretende porque por desgracia, las virtudes de ese maravilloso lugar quedan empañadas por
las contradicciones que se infieren de la narración. Aunque no se dice demasiado de la gente que vive en el valle presidido por el monasterio, resulta un tanto chocante que sus moradores actúen como porteadores acarreando parafernalia occidental -como un piano de cola- por los más peligrosos pasos de montaña del mundo mientras los monjes disfrutan de "moderados" lujos en su recinto. Por otra parte, el monasterio existe gracias a una mina de oro localizada en el valle, algo muy poco espiritual. Todo ello parece encajar mal con las elevadas filosofías de las que hacen gala los monjes.

Por otra parte, Shangri-La recibe la influencia de sacerdotes franceses, tiene estudiantes de la música clásica y la cultura europeas. "Ya ven, somos menos bárbaros de lo que esperaban" afirma Chang. Y es que, en el fondo, Hilton identificaba su ficticia utopía oriental con el sustrato cultural europeo y su pensamiento, por mucho que los monjes vistieran ropajes orientales, era en realidad una sublimación de la filosofía aristotélica que enfatizaba la virtud de la moderación y el control de las pasiones.

Pero aunque Shangri-La sea la idealización occidental de un paraíso oriental, lo cierto es que Hilton fue capaz de condensar en un solo lugar la fuerza de un mito, una proyección de los sueños europeos de paz, tranquilidad, conocimiento y sabiduría, en el que el transcurso del tiempo no se vive con angustia sino con serenidad. Su idea es tan poderosa que ha perdurado hasta nuestros días y ha sido asumida por intereses menos elevados: no son pocos los países de la zona y los operadores turísticos que utilizan el nombre de Shangri-La como anzuelo para los viajeros.

Sea como fuere, si existiera, Shangri-La sería un lugar interesante que visitar. Pero no en compañía
del grupo de personajes que reúne Hilton. Éstos, en realidad se limitan a servir de excusa para que el lector pueda acceder al perdido valle y la filosofía que allí rige. Mallinson es especialmente irritante, siempre quejándose, añorando su hogar y sin modificar un ápice su actitud y pensamiento. Mis Brinklow, a pesar de sus firmes creencias, aporta bien poco en lo que podría haber sido un interesante debate entre su filosofía y la de los monjes. Barnard es el único personaje con algo de chispa gracias a su tormentoso pasado, pero no lo suficiente como para conectar con el lector o convertirse en el soporte de la narración. El Gran Lama no tiene personalidad propia, limitándose a ejercer de portavoz de la ideología de su pueblo. Y el propio Conway, al que el escritor trata de dotar de un mundo interior complejo resulta ser un individuo de lo más aburrido que incluso llega a dudar de si sus recuerdos son reales o meramente una fantasía inducida por el shock y el agotamiento.

"Horizontes perdidos" es un libro a caballo entre la fantasía y la ciencia-ficción, que prima la construcción de atmósferas sobre la acción tratando de suscitar reflexiones filosóficas en el lector. Es, también, uno de los últimos libros sobre Mundos Perdidos antes de que el subgénero perdiera popularidad -aunque nunca llegó a morir del todo-. Tras la Segunda Guerra Mundial ya no parecía en el mundo haber rincones disponibles que pudieran esconder ninguna civilización avanzada y salvadora de los pecados de nuestra especie. A partir de ese momento, la ciencia ficción dirigiría su mirada hacia el espacio.

martes, 25 de diciembre de 2012

1963-ESTACIÓN DE TRÁNSITO - Clifford D.Simak




Seguro que estáis familiarizados con el término "space opera". Sí, ese subgénero de la ciencia ficción en el que se narran aventuras épicas de escala galáctica, con alienígenas, héroes espaciales y grandes batallas entre flotas estelares. Pues bien, si hay una obra en las antípodas de la space opera es esta que ahora comentamos.

Enoch Wallace vive en un perdido valle de las montañas de Wisconsin con la sola compañía de su rifle, las publicaciones científicas y diarios a los que está suscrito y la ocasional visita del cartero y el encuentro esporádico con alguno de sus excéntricos vecinos. No aparenta más de treinta años, pero su auténtica edad supera en dos décadas el siglo. Por casualidad, la CIA recibe noticia del extraño fenómeno y comienza a vigilarlo.

Poco pueden sospechar que el misterio de su longevidad reside en la rústica cabaña. Enoch combatió en la Guerra Civil americana y, amargado por la brutalidad del conflicto, decidió recluirse en una vida de ermitaño. Un día, recibe la visita de un misterioso ser extraterrestre, portador de una oferta que una persona en el fondo tan curiosa como es Enoch, no puede rechazar: utilizar su retirada casa de aspecto inofensivo como Estación de Tránsito espacial, una etapa de descanso para alienígenas en su viaje a través de la galaxia. Se materializan en sus tubos de teletransporte, descansan durante unas horas y luego Enoch los reenvía hasta su siguiente destino.

Enoch no es un héroe, sino un filósofo. Sólo quiere vivir tranquilo y desentrañar los misterios del universo hasta donde la capacidad del cerebro humano le permita. Pero ello le obliga a llevar una doble vida, en las estrellas y en la Tierra, ciudadano de la galaxia y anacoreta en su planeta. Esta disonancia se manifiesta claramente en su vida cotidiana: en el exterior, realiza las tareas propias de una granja, recoge el correo y da largos paseos por el monte que Simak describe con sentimiento y cercanía. En el interior de la casa, en cambio, Enoch charla con los alienígenas visitantes, lleva un minucioso diario de todo lo que aprende y estudia la miríada de artefactos extraterrestres, regalos de los viajeros a los que atendió y cuyo funcionamiento o utilidad es incapaz de comprender. Esa dualidad tiene también su vertiente física, ya que dentro de la casa, transformada por la tecnología alienígena, no transcurre el tiempo. Sólo cuando sale Enoch al exterior recupera su capacidad de envejecer.

Enoch Wallace es sin duda el pilar sobre el que se sostiene toda la narración además de personificar el mensaje ideológico del libro: la defensa de la unión de especies y razas, ya sean humanas o alienígenas, basada en aquello que de "humano" todas comparten. Enoch es honrado, decente y, a pesar de lo aislado que vive del resto de la sociedad -o precisamente por ello-, un digno representante de nuestra especie: curioso por lo que le rodea, ávido por aprender, compasivo con la difícil situación de su vecina Lucy y deseoso de compartir sus sentimientos hasta el punto de crear amigos "imaginarios" mediante tecnología alienígena con los que sostener conversaciones o incluso de quienes enamorarse.

No es alguien particularmente sofisticado ni sabio y asume con sencillez lo inusual de la vida que lleva. Su deseo de aprender y las preguntas que se hace sobre moralidad o lealtad no son sino su forma de hacer las paces con su propio pasado.

Su calidez y humanidad se hacen patentes cuando ha de enfrentarse a una encrucijada vital no sólo para él, sino para toda nuestra especie. Su estudio de las matemáticas desarrolladas por una extraña civilización le ha permitido realizar complejas proyecciones políticas y sociológicas que convergen, inevitablemente, en una guerra nuclear en la Tierra. Aunque semejante catástrofe no acabara con la civilización, retrasaría indefectiblemente nuestro ingreso en la comunidad galáctica.

Y esa sólo es una de las crisis de las que, de repente, debe ocuparse Enoch. El gobierno no sólo lo vigila, sino que ha robado el cuerpo de un alienígena muerto que Enoch enterró en su finca, provocando la ira de sus familiares y un conflicto de dimensiones galácticas; sus indeseables vecinos, los Fisher, la toman con él acusándole de secuestrar a Lucy, su peculiar hija sordomuda; y, para colmo, la propia fraternidad de especies extraterrestres parece estar desmoronándose víctima de rencillas entre facciones que se sirven de la Tierra como peón involuntario.

De modo que Enoch se encuentra obligado a elegir entre varias opciones, todas ellas igualmente indeseables: abandonar la Tierra y su Estación, que también es su hogar; solicitar a las autoridades galácticas una acción drástica que devuelva a la civilización humana a la Edad de Piedra para comenzar de nuevo su desarrollo y confiar en que no se repetirán los mismos errores; o integrarse de nuevo en la sociedad terrestre dejando atrás sus amigos alienígenas y las maravillas que con ellos traen.

El aislamiento en el que vive -fundamental para mantener secreta la existencia de la Estación- y su contacto con la tecnología y los visitantes lo han ido alejando de los devenires de la raza humana. Hay momentos en los que se siente más cercano a algunas de las especies que lo visitan que a sus propios congéneres.

Y, sin embargo, cuando la Estación se ve comprometida y los alienígenas deciden clausurarla, él rechaza el traslado a otro puesto, lo que le hubiera permitido salir de la Tierra y visitar esos lugares del Universo con los que había soñado durante tanto tiempo. En cambio, decide hacer públicos sus diarios con la esperanza de que sirvan para orientar la investigación científica mundial, evitar la guerra y obtener un puesto entre la comunidad galáctica.

Apenas hay acción en este libro. No tienen lugar batallas espaciales o aventuras en extraños planetas. "Estación de Tránsito" no es una novela realista. Ni siquiera es verosímil. ¿Por qué elegir la atribulada Tierra como punto de escala galáctico disponiendo del más seguro Marte? ¿Cómo es que los vecinos guardan el secreto de la longevidad de Enoch? ¿Es creíble la capacidad que se le atribuye al agente de la CIA para sortear un papeleo que, dado el asunto de que se trata -recuperar un cuerpo alienígena de un laboratorio-, llegaría a la Luna? Quizá fuera que en los años cincuenta la vida transcurría a un ritmo más pausado (aunque entonces no se fuera consciente de ello) y los autores podían sentarse y escribir una historia sin necesidad de contemplar todas y cada una de las implicaciones y repercusiones de la misma ni dotarla de una escrupulosa verosimilitud.

Al adoptar exclusivamente el punto de vista del protagonista, Simak apenas explica nada con detalle:
sólo se nos da información de lo que Enoch puede entender, planteándose más preguntas que respuestas. No hay descripciones detalladas del aspecto de los alienígenas o del funcionamiento de sus artefactos. Y lo cierto es que no hace falta. De forma brillante, el autor se limita a seducir al lector ofreciéndole pequeños destellos del vasto conocimiento y las inimaginables maravillas que aguardan a la raza humana en el espacio. No son solamente las muestras de tecnología extraterrestre que atesora Enoch o las instalaciones que maneja (los tubos teleportadores o la "sala de peligro" en el sótano). A través de sus charlas con sus amigos no humanos y sin salir del aislado valle, nos deja entrever lo que nos espera tras esa cortina aún cerrada, un catálogo de prodigios que sí son pura "space opera": intrigas políticas, alianzas entre especies, rutas espaciales, espías, facciones enfrentadas...

La historia transcurre con un ritmo tranquilo, contemplativo, sin sobresaltos, pero Simak sabe atrapar
al lector gracias a su estilo directo, ágil y sin florituras estilísticas aunque no exento de elegancia. De hecho, el autor no imprime su huella en la prosa, sino en el propio espíritu de la obra. Durante muchos años de profesión periodística estuvo vinculado al Wisconsin rural que le vio nacer y en el que disfrutaba sus pacíficos hobbies: pescar, cultivar rosas y jugar al ajedrez. Ese entorno casi idílico permea toda la obra, como también sucede en otra de las grandes obras novelas de Simak, "Ciudad", en la que, como en "Estación de Tránsito", los grandes acontecimientos que tenían lugar dentro y fuera de la Tierra eran contemplados con lejanía desde reductos relativamente retirados y tranquilos.

No parece suceder nada realmente importante a medida que van pasando las páginas y, sin embargo, al llegar al final, uno se da cuenta de que Simak ha sabido introducir, de forma casi casual, una vasta dosis de información: la chica sordomuda que tiene en sus manos el equilibrio político de la galaxia, los fantasmas artificiales que Enoch ha creado para que le hagan compañía, una fuerza espiritual empíricamente detectable, las intrigas políticas en las que involuntariamente se ve mezclado el protagonista, los manejos de la CIA...

De la misma forma que el tráfago de la política intergaláctica se oculta en la narración bajo el aspecto de una humilde residencia rural, el aparente paraíso pastoral de Wisconsin esconde bajo su superficie la cara nada amable de la América más profunda. Lucy Fisher, la joven sordomuda maltratada por su ignorante familia o los embrutecidos vecinos dispuestos al linchamiento de Enoch tras embriagarse en la taberna local demuestran que todo edén tiene su serpiente y ésta a menudo es humana.

La conclusión del libro tiene un marcado sesgo místico, algo explicable si tenemos en cuenta que Simak rozaba los sesenta años cuando lo escribió, una edad en la que muchas personas comienzan a dirigir su atención a lo que trasciende el mundo material. Por otra parte, la novela se publicó poco después de la crisis de los misiles cubanos, quizá el momento de la Historia en el que la humanidad estuvo más cerca de un conflicto nuclear. "Estación de Tránsito" recoge esa sensación de crisis y desastre inminente. Pero Simak decide que la suerte y el sentido común no bastarán para conjurarlos. Será necesaria la ayuda de Dios.

Lo espiritual se esconde por todas partes en este libro. Para empezar, en el propio concepto del viaje espacial. El sistema que opera Enoch permite a los extraterrestres desplazarse a velocidades supra-lumínicas mediante un sistema que recuerda a los tubos de teletransporte de Star Trek. Pero en realidad no es el cuerpo lo que se traslada, sino que la tecnología se basa en la auténtica desintegración del cuerpo en el punto de partida, y la materialización a la llegada de uno completamente nuevo imbuido de la conciencia del viajero. Los cuerpos son, por tanto, meros envoltorios físicos, contenedores de una inteligencia o, si se quiere, un alma.

Los mismos alienígenas y su tecnología tienen también una pátina mística, casi mágica. En lugar de eliminar la religión de sus tecnificadas civilizaciones, todos ellos creen firmemente en la existencia de una fuerza espiritual. Muchos de los artilugios extraterrestres que Enoch guarda en su casa parecen tener un origen y una función que escapa a consideraciones estrictamente materiales

Ese aspecto espiritual surge también en la forma en la que Simak se interroga sobre la naturaleza humana o, de forma más genérica, qué es lo que nos convierte en seres inteligentes. En primer lugar, la violencia, que Simak explora a diferentes niveles. Enoch es un veterano de la Guerra de Secesión que ha contemplado de primera mano la inutilidad de las matanzas, situándolo en una posición única para juzgar el próximo conflicto nuclear. Para Simak, esta tendencia a la violencia grupal alimentada por el miedo, forma parte intrínseca de la especie humana, un factor que puede conducir a la destrucción total. Ese temperamento social violento pervierte el desarrollo tecnológico, desviándolo hacia la creación de armas cada vez más devastadoras.

Y existe, claro está, la violencia personal. Aunque nunca lo haya disparado, Enoch jamás se separa de su rifle; siempre lo lleva en sus paseos diarios y lo deja a mano cuando llega a casa. Lo único que les pide a los alienígenas que transforman su casa en una estación espacial es que le instalen en el sótano un sistema de esparcimiento que consiste en la recreación virtual de exóticos escenarios de caza.

Al principio, los alienígenas de la federación galáctica se presentan como superiores al hombre en
virtud de su capacidad para dejar a un lado sus estúpidas rencillas y toda muestra de violencia para dedicarse a explorar pacíficamente la galaxia. Pero, a medida que la novela avanza, Simak revela que en realidad no han conseguido superar sus peores instintos, sino que han encontrado una fuerza que actúa como intermediario en sus conflictos y que les permite aflorar sus aspectos más positivos. Y esa fuerza es Dios.

Resulta que existe un dispositivo conocido como el Talismán, una máquina que permite a los seres inteligentes de todo tipo y condición comunicarse con Dios, demostrando así su existencia y trayendo la paz a todos aquellos que entraran en contacto con la presencia divina. Ahora bien, esa tecnología requiere de un "operador", un intermediario, alguien con unas características muy especiales y muy raro de hallar.

Pero el Talismán ha desaparecido, se ha extraviado o ha sido robado. Y ello ha derivado en inestabilidad en toda la Galaxia, incluida la Tierra, que se encamina a una guerra nuclear. Simak fuerza demasiado las cosas para introducir un final feliz que no puede sino decepcionar algo al lector: Enoch no sólo descubre al Talismán en su propio entorno y mata al alienígena que lo robó, sino que lo pone en contacto con quien actuará de portador: Lucy Fisher. La Tierra, de esta manera, no sólo da por zanjada la Guerra Fría sino que se prepara para entrar en la federación galáctica.

La clave de este clímax es Lucy, la vecina sordomuda de Enoch que interpreta el papel de ser etéreo, incapaz de comunicarse con la gente, pero en profunda comunión con la Naturaleza, la Madre Tierra. Su generosidad no es sólo innata, sino que procede de su forzoso aislamiento del mundo moderno. Es esa cualidad psíquica, la riqueza de su mundo interior y la pureza de sus emociones lo que la convierte en la única capaz de activar de nuevo el Talismán.

Escoger a una mujer como símbolo de la Naturaleza no es algo infrecuente, pero representarla con una discapacidad física, la sordera, y una cándida sencillez -por no decir retraso- mental sí es original y representativo de la incapacidad o desinterés de Simak por presentar mujeres verosímiles, reales. Sólo hay dos féminas en el libro que desempeñen algún papel importante dentro de la narración: Lucy, con su personalidad asexuada y volátil se antoja como un ser casi inhumano; por otra parte, Mary es en realidad un fantasma de creación artificial sin sustancia física y cuya única razón de ser es servir de receptora del amor platónico de Enoch. Para Simak, al menos en este libro, las mujeres son misterios arcanos que no pueden controlarse y que pertenecen a otro universo.

Como última idea a reseñar, la novela es hija de su tiempo no sólo en la angustia existencial que
transmite, fruto de las tensiones de la Guerra Fría, sino en su fascinación con la carrera espacial. Efectivamente, a comienzos de la década de los sesenta la competición por conquistar el espacio no sólo era un pulso político y de prestigio nacional para Estados Unidos, sino que había permeado niveles más profundos de la conciencia colectiva. Para muchos, las estrellas -simbolizadas en el libro en la gran federación galáctica- eran la solución a los problemas de nuestra especie. Para alcanzar esa meta es imprescindible el desarrollo de la tecnología, y aunque en la novela es Dios quien devuelve la paz a la galaxia, lo hace a través de una máquina, el Talismán. Ciencia y tecnología, por tanto, no excluyen la vertiente espiritual del hombre, sino que la complementan.

"Estación de Tránsito" es, ciertamente, una novela diferente que, a pesar de sus raíces en el marco histórico en el que fue escrita, en el fondo cuenta una historia apta para lectores de cualquier época. En 1964 se le otorgó el Premio Hugo. Hoy se la volvería a premiar, porque desde entonces nadie ha escrito otra obra que sugiera tanto y de tal riqueza en tan pocas páginas. Como acertadamente resumía John Clute:"aunque la CF abarca el universo, éste puede encontrarse en un grano de arena".

miércoles, 19 de diciembre de 2012

1982-JEREMY BROOD - Jan Strnad y Richard Corben



Historia de ciencia ficción con paradoja temporal que supuso una nueva colaboración entre Corben y el guionista Jan Strnad, con quien aquél ya había trabajado en diversas historias cortas así como en los álbumes “Mundo Mutante “ (1978) y “Las Mil y Una Noches” (1978). Con ella intentaron resucitar el anteriormente malogrado proyecto de autoedición de Fantagor.
Así, en noviembre de 1982, aparece en álbum y bajo ese sello “Jeremy Brood, Part I: Relativity”. El protagonista que da nombre a la obra es un astronauta que actúa como una especie de agente del gobierno de la Tierra, un individuo de frío pragmatismo bajo el que se oculta una gran inseguridad sexual producto de una niñez escabrosa y rica en traumas que le bloquea la posibilidad de tener una relación normal con una mujer, en concreto con su compañera de misión y amante, Char –personaje al que el lector toma cariño desde el primer momento-. Ésta representa todo lo que Brood no es: espontánea, desenvuelta, pasional, madura…

Al comienzo de la historia, ambos son enviados al planeta Eden como respuesta a una petición de ayuda del agente terrestre residente en ese lugar. Sin embargo, cuando llegan a su destino, a causa de la relatividad espacio-temporal del viaje espacial, han transcurrido doscientos años desde que aquel mensaje fue enviado y en ese periodo de tiempo han ocurrido muchas cosas: el propio Brood se ha convertido en una figura de culto “fabricada” por el hace tiempo difunto agente terrestre y todos los habitantes de su ciudad, asediada por las fuerzas del mal, lo esperan con ansiedad. Confundido e indeciso acerca de lo que se espera de él, Brood se verá envuelto en la lucha contra una misteriosa y maligna amenaza a la que se conoce como Holobar.


Jeremy Brood sigue las pautas de otros personajes que Strnad creó junto a Corben: indeciso, atormentado, no se entera de por dónde le vienen los golpes y se pasea por buena parte de la historia sin tomar conciencia de la manipulación a la que es sometido por parte de los indígenas y la macabra broma que le ha preparado la Física relativista. Al igual que el Dimento de “Mundo Mutante” o el Simbad de “Las Mil y Una Noches”, Brood será llevado de un lado a otro al son de las intrigas religioso-políticas del sacerdote que lo “protege”. La pérdida de Char le desligará de su segura pero aséptica vida como agente terrestre y actuará como catarsis mediante la cual comenzará a tomar las riendas de su propia existencia (proceso por el cual también pasaban Dimento y Simbad).

El final de la historia no es tal, sino el principio de una nueva etapa para Jeremy, completamente separada de su pasado, en un retorno a la inocencia y a una especie de vida natural que remite a algunas de las historias underground de Corben.

La conclusión de la aventura es quizá el mayor inconveniente de la obra. Quedan al final demasiados cabos sueltos, cabos fundamentales para redondear la historia: ¿cuál es exactamente el trabajo de Jeremy Brood y cuál es su relación con la Tierra? ¿Qué papel juega nuestro planeta y sus agentes? ¿Quién es Holobar, fuente última de los sucesos que llevan a Brood a Eden? ¿A qué obedece la traición del hermano del sacerdote? ¿Cuál es el destino del hijo de Brood?

Sin duda parte del problema residió en el fracaso del proyecto. Corben y Strnad tenían la intención de
que a este primer álbum siguieran otros dos, conformando una epopeya a mitad de camino entre la ciencia ficción y la fantasía. Por desgracia, tras un año de trabajo, el álbum, pese a su espectacularidad gráfica, no obtuvo el favor de los lectores y, consiguientemente, no cumplió las expectativas comerciales depositadas en él. Sus reducidas ventas aconsejaron no continuar con la serie. Corben trató de rematar el asunto mediante una poco destacable historieta de dieciséis páginas aparecida en la revista “Fantagor Presents”.

Por lo demás, la historia no aporta demasiado. A excepción de Char, los personajes no están muy bien delineados y la alegoría religiosa (la figura del mesías, la búsqueda de la virgen para que sea inseminada por el salvador venido del cielo o esa viñeta final con un Brood de barba y aureola bíblicas) está muy vista. Además, ese giro de la historia un tanto forzado desde la ciencia ficción inicial hacia la fantasía heróica, aunque no inusual en el género, da la impresión de que más que un planteamiento natural de la propia narración, responde bien a un interés editorial (las revistas de comic que entonces daban cabida a la ciencia ficción eran numerosas mientras que la fantasía era un género más marginal), bien al interés del propio Corben, que se sentía más a gusto dibujando hombres y mujeres ligeritos de ropa empuñando armas medievales y enfrentándose a criaturas monstruosas que estaciones espaciales y pistolas de rayos. Además, su peculiar dibujo, a caballo entre el hiperrealismo y el underground, se adaptaba mejor a un género más alejado del realismo y las leyes físicas y anatómicas que la ciencia ficción.

No cabe duda de que Strnad se desenvolvía mejor que Corben en narraciones de cierta extensión,
pero carece de ese toque que distingue a los grandes guionistas del Noveno Arte. Ojo, no quiero decir que sea un mal guionista. Sus historias son, cuando menos, entretenidas y muchas veces expone planteamientos e ideas interesantes. Sin embargo, no termina de consolidar sus personajes secundarios ni tejer tramas densas y bien rematadas. Sus carencias, al menos en parte, quedan compensadas por el excelente trabajo de Corben

Glosar la figura y obra de Corben, uno de los mejores artistas que ha dado el comic, excede las posibilidades de una entrada de blog. En esta obra ensaya un nuevo camino gráfico, aplicando pintura y tinta sobre acetatos y dando como resultado un dibujo más sucio y oscuro que el de su habitual estilo brillante y de colores vivos. Jeremy Brood y Char aparecen retratados con gran minuciosidad y esmero en la aplicación de sombras y brillos sobre sus figuras, mientras que los nativos de Eden están dibujados con el estilo grotesco y underground característico del autor, con un trazo grueso, más sucio y menos acabado, reflejando el espíritu gregario, despersonalizado y oscurantista que les aleja de la fría tecnología del mundo de Brood. De hecho, el propio protagonista experimentará una transformación gráfica que le irá acercando a los hombrecillos de Eden a medida que asume el compromiso de auxiliarles en su lucha.

Gráficamente, Corben consigue aportar una intensa carga dramática al guión de Strnad en determinados pasajes de factura magistral, como la larga escena del sacrificio de Brynne, el descubrimiento del cadáver de Char o la huida de Brynne de su captor al comienzo del comic. En ellas, no sólo el dibujante demuestra su potencia grafica (trazo, color, iluminación, composición), sino su talento en el montaje y la creación de emociones, ya sean la tensión y la violencia, la ternura o la pasión erótica.

“Jeremy Brood” no es una obra fácil de encontrar. Puede que el recopilatorio que en España editó Toutain a comienzos de los ochenta como número 1 de su colección de Obras Completas de Richard Corben esté disponible de segunda mano en alguna página de Internet, probablemente a un precio considerable. Ahora bien, ¿merece la pena? Si te gusta Corben y aprecias su talento, y aunque no se trate de uno de sus trabajos cumbre, es más que probable que la disfrutes. Si, por el contrario, no tienes una predilección especial por este artista, encontrarás mejores obras de ciencia ficción, quizá no tan elaboradas gráficamente, pero sí en las que arte y guión se hallen más equilibrados.

lunes, 17 de diciembre de 2012

1932-CARSON DE VENUS - Edgar Rice Burroughs



En los años treinta, la Rusia soviética ya era una pieza fundamental del juego político internacional. La verdadera naturaleza del régimen nunca fue un secreto y, sin salir del ámbito de la ciencia ficción, ya hemos visto en este blog ejemplos de escritores rusos condenados por entonces al ostracismo por firmar obras distópicas en las que se criticaba el sistema comunista. Sin embargo, los teóricos de esa ideología consiguieron diseminar por todo el mundo sus visiones utópicas de un paraíso proletario. Estados Unidos tenía desde hacía tiempo un activo movimiento comunista entre cuyas filas, por ejemplo, militaba el famoso Jack London, cuya obra "El talón de hierro" (1908) constituyó todo un manifiesto a favor de la lucha obrera.
Pero el mensaje combativo e incluso violento que lanzaban estos grupos y las consecuencias que el régimen comunista había tenido para los rusos alarmaron a no pocos sectores de la sociedad. Uno de ellos fue Edgar Rice Burroughs, que veía al comunismo como una peligrosa amenaza. Su respuesta fue una nueva saga de novelas protagonizadas por Carson Napier, un hombre atrapado en la lucha entre clases sociales de Venus.


Carson Napier no es tan conocido como sus otros personajes estrella, Tarzan y John Carter, pero es mucho más humano y no se libra de cometer de vez en cuando graves errores. Eso sí, como Carter de Barsoom, Napier de Venus se enamora a primera vista de una princesa; y como Tarzán, es capaz de aprender una lengua extraña en un periodo ridículamente corto de tiempo -aunque Burroughs se molesta en aclarar que el idioma venusino es particularmente sencillo de asimilar-. Carson, como Carter, es un solitario, pero también un líder natural

"Piratas de Venus", la primera de las cinco novelas de que consta la saga, es un relato de aventuras que se ajusta al tipo de historias que Burroughs venía produciendo en serie desde hacía veinte años. Carson Napier trata de llegar a Marte a bordo de un cohete -todo un avance respecto a las inexplicables teleportaciones de John Carter al planeta rojo- pero un error en los cálculos lo conduce a Venus, donde su nave se estrella. Es tomado prisionero por los Vepajanos y a partir de ahí se suceden una serie de episodios vagamente hilvanados en una trama, en los que Napier se enamora de la bella princesa Duare, escapa de su confinamiento, lucha contra extrañas criaturas, vuelve a ser capturado, se convierte en pirata, rescata a la princesa de los peligros y salva a los vepajanos de una amenaza que podría aniquilarlos a todos.

Como todas las novelas y sagas de Burroughs que en este blog hemos comentado, el principal objetivo de la saga de Venus es entretener a base de una sucesión ininterrumpida de peripecias, apelando al sentido de lo maravilloso del lector mediante la introducción de fantásticas criaturas y entornos exóticos. En su mayor parte no es más que un calco de todas las otras obras de ese autor aquí reseñadas: un varón caucásico y anglosajón que se encuentra arrojado inesperadamente a un mundo alienígena poblado por extrañas bestias y civilizaciones o tribus en guerra las unas con las otras. .

A comienzos del siglo XX, los astrónomos que dirigían sus telescopios hacia Venus no veían más que una esfera cubierta de nubes. A nadie se le ocurrió pensar entonces que su opaca atmósfera estaba compuesta por una letal mezcla de dióxido de carbono, ácido sulfúrico y dióxido de azufre. Relacionaron inmediatamente las nubes con el agua. A mayor espesor de la capa de nubes, más agua debe existir en la superficie y, comoquiera que Venus es similar a la Tierra en tamaño y masa, es muy posible que exista una lujuriosa vegetación... y hasta dinosaurios.

El Venus de Burroughs -al que sus nativos llaman Amtor- desarrolla aquella hipótesis. Es un planeta de extensos océanos punteado de grandes islas cuya superficie está cubierta por gigantescos bosques de árboles tan grandes que sus copas atraviesan la capa de nubes y en sus ramas se asientan ciudades enteras. Las diferentes razas venusianas incluyen hombres alados, semi-humanoides y monstruos diversos, todos en permanente lucha por la supremacía.

Incapaces de ver el espacio, los venusianos no sólo no han desarrollado la ciencia astronómica, sino
que acumulan una serie de extrañas creencias que les llevan a creer que la región polar es el segmento exterior de un disco cuyo centro está ocupado por el ecuador. Sin embargo, ese atraso no les ha impedido controlar la energía atómica, alcanzar la juventud eterna y surcar los mares. Eso sí, hasta que no llega Carson y fabrica una, ignoran el concepto de las máquinas voladoras.

Más allá de los aspectos meramente decorativos o "de atrezzo", la diferencia entre la saga de Venus y el resto de las series aventureras de Burroughs (Tarzan, Pellucidar, John Carter) es, por un lado, que el protagonista es algo más cauto y torpe que sus predecesores; y, por otra parte, que aquí el héroe terrestre no se involucra en una guerra de tipo racial, ya sea entre tribus o entre un pueblo más avanzado y alguna especie de bestiales subhumanoides. No, aquí el conflicto es de tipo ideológico. Los venusianos -que en todo son iguales a sus contrapartidas terrícolas- viven según una realidad política que Burroughs utiliza como sátira del ascenso de los movimientos comunistas en Estados Unidos.

El tono anticomunista de "Los Piratas de Venus" le ha impedido superar el paso del tiempo de forma airosa. A veces, la crítica es tan sutil que apenas interfiere en la aventura propiamente dicha; y otras tan toscamente obvia como llamar a uno de los villanos "Moosko". Las dos facciones en conflicto quedan representadas por una parte por los Vepajanos, que afirman carecer de una jerarquía social y defender la idea de que no hay venusiano mejor que otro; sin embargo, tienen un rey y una princesa y cualquiera que ose mirar o hablar a esta última se hace acreedor a la pena de muerte. Con todo, son más igualitarios que sus enemigos, los Thoristas, que viven a lo grande mientras predican un ideario marxista. En la primera novela, Burroughs apenas muestra ningún Thorista y los que aparecen son incompetentes y criminales, dejando claro de qué lado están sus preferencias.

La saga contaría con cuatro volúmenes más: “Perdidos en Venus”, “Carson de Venus”, “Huida de
Venus” y “El brujo de Venus”, todos en la misma línea. En ellos Carson seguirá los pasos del típico héroe ideal de Burroughs: atravesará miles de millas visitando parajes tan sugestivos como Komor, la Ciudad de los Muertos, enfrentándose a criaturas como los anfibios humanoides del rey Tyros el Sanguinario y tratando de mantener a salvo a su amada mientras busca un lugar en el que vivir en paz. En fin, nada que no pueda hallarse en las otras series heroicas de Burroughs.

La Saga de Carson de Venus no es literatura de calidad. Burroughs no era más que un narrador 
competente pero repetitivo, eficaz en su recreación de ambientes y sentido de lo maravilloso, pero monótono y poco imaginativo a la hora de construir personajes y desarrollar tramas. Sus novelas carecen de un argumento sólido, limitándose a engarzar episodio tras episodio de forma previsible. Pero al menos, en este caso, su intento de introducir un mensaje político cuenta con la virtud de no avasallar al lector.

En resumen, recomendaría el primer volumen de la saga para aquellos que busquen una lectura fácil y de pura evasión. El resto, solo para incondicionales del autor.

miércoles, 12 de diciembre de 2012

1933-LA VIDA FUTURA - H.G.Wells







La carrera de Wells como escritor fue longeva, extendiéndose desde finales del siglo XIX hasta la Segunda Guerra Mundial. Sus libros lo convirtieron en uno de los personajes más famosos del mundo. Buen conocedor de la Literatura –a pesar de sus humildes orígenes, parecía que lo había leído todo, desde Platón a Mary Shelley- así como de la Ciencia -durante un tiempo estudió biología con un discípulo de Darwin, Thomas Henry Huxley, abuelo del también escritor Aldous Huxley-, Wells no sólo se hallaba en la posición ideal sino que tenía el talento necesario para fusionar las diferentes corrientes de la tradición de la CF y convertirlas en un torrente de ideas que alimentaría a todos los autores del género del siglo XX; no sólo los escritores británicos inmediatamente posteriores, como Aldous Huxley, Olaf Stapledon o George Orwell, sino extranjeros como el ruso Yevgeny Zamyatin, el frances Maurice Renard, el checo Karel Capek y, a través de la revista editada por Hugo Gernsback, "Amazing Stories" (que reeditó la mayoría de las obras de Wells de sus primeros años), a todos los autores norteamericanos de relatos pulp.

En 1913, H.G.Wells, George Bernard Shaw y Sydney y Beatrice Webb fundaron el semanario "New Statesman", una publicación de ideología socialista. Fueron sólo cuatro nombres entre las muchas víctimas de la estupidez que embargó a la intelectualidad europea en todo lo que se refería al comunismo. Shaw, por ejemplo, afirmó que el pueblo ruso estaba sorprendentemente bien alimentado, y lo dijo en un momento en que alrededor de 11 millones de rusos morían de hambre. Wells, por su parte, tras una entrevista con Stalin en 1934, dijo que jamás había conocido "a un hombre más sincero, justo y honrado"; gracias a estas cualidades había conseguido tener una "notable autoridad sobre el país, ya que nadie le teme y todos confían en él".

De alguna manera, la sociedad utópica a la que Wells tantas vueltas había venido dando desde hacía treinta años, bebía al menos en parte del idealizado modelo ruso: su élite gobernante, los factores de producción organizados por el Estado, el sentido colectivo, los grandes proyectos... Con el paso del tiempo, el escritor devenido profeta fue elevando más y más la voz a la hora de defender su idea de un Estado Mundial de corte socialista. Y, al mismo tiempo, al correr los años, su amargura y pesimismo fueron aumentando al ver que sus sueños se veían cada vez más lejanos e irrealizables.

"La vida futura" fue un aviso de lo que se avecinaba al tiempo que una declaración de principios ideológicos. Es un libro dominado por la fe de Wells en la figura de un Estado Mundial como solución a los problemas de la humanidad. Predice el estallido de una gran guerra mundial que se prolongará hasta la década de los sesenta. Ni siquiera los países que se mantienen al margen (Estados Unidos o Inglaterra) se salvan, ya que el impago de sus préstamos a los países beligerantes les aboca a la crisis económica, el desempleo masivo y la inestabilidad social. Lo único capaz de detener el conflicto resulta ser una plaga devastadora -ya sea natural o producto de la guerra bacteriológica- que entre 1956 y 57 prácticamente aniquila la ya maltrecha civilización. Hacia 1960, la población del mundo ha caído a la mitad.

Sigue un periodo oscuro de anarquía y hambre. El tejido industrial y económico ha desaparecido. No
hay comida ni petróleo que permita mantener un sistema de comunicación o distribución. Los gobiernos han sido sustituidos por una serie de señores de la guerra, antiguos soldados que se han erigido en dictadores de una malnutrida horda de miserables supervivientes.

Sin embargo, el orden es restaurado gracias a una dictadura benevolente que surge a partir de los controladores de lo que queda de los antiguos sistemas de transporte, los únicos que aún ostentan un poder global. Esa dictadura promueve el avance científico, instaura el inglés como lingua franca y erradica la religión, dirigiendo al mundo hacia una utopía pacífica. Cuando los dictadores encuentran conveniente quitar de enmedio a algún oponente político, se les da a éstos la elegante oportunidad de emular a los grandes filósofos clásicos Sócrates y Séneca: tomar una píldora letal y hacerle un favor a todo el mundo evitando una desagradable ejecución.

Finalmente, tras un siglo de construcción de la nueva civilización mundial, la dictadura es derrocada mediante un golpe no sangriento. Los antiguos gobernantes son jubilados con todo tipo de comodidades y el Estado Mundial va disolviéndose en una amorfa sociedad utópica que recuerda a la imaginada por Edward Bellamy en "Una mirada retrospectiva".

Por tanto, la posición ideológica de Wells queda bien establecida: el hombre, empujado por gobiernos incompetentes, demagógicos y enfrentados entre sí, se precipita al abismo de la destrucción mutua en una guerra mundial; tras ella, prevalece la anarquía y los más fuertes y crueles expolian a la humanidad. Pero todo se soluciona gracias a una élite de autócratas que reconstruyen la civilización bajo la forma de un Estado Mundial regido por directrices racionales.

El libro carece de la estructura narrativa clásica de la novela. Se limita a conectar una serie de hechos al estilo de una crónica histórica. Wells utiliza la conocida argucia de afirmar que el libro no es sino la edición de las notas de un eminente diplomático, el Dr.Philip Raven, en cuyos sueños se le aparecía un supuesto libro de historia publicado en 2016.

Su frialdad estilística y distancia respecto al panorama de sufrimiento humano y reconstrucción social que describe, así como el establecimiento de una escala temporal lógica, lo acerca a otro clásico de la ciencia ficción publicado poco antes, "Primera y Última Humanidad" (1930 ), escrito por su compatriota Olaf Stapledon y cuya influencia el propio Wells admitió.

"La vida futura" compartía otra cosa con la novela de Stapledon: el convencimiento de que el poder aéreo supondría un cambio radical en las estrategias y tácticas bélicas. Wells había avisado ya hacía tiempo de lo que la guerra aérea podía suponer para la población civil tanto en sus ensayos ("Anticipaciones", 1901) como en sus ficciones ("La guerra en el aire",1908). Ahora volvía a incluir desoladoras descripciones de ciudades destruidas por bombardeos inmisericordes. La Segunda Guerra Mundial, que estallaría al cabo de seis años, demostraría que no se había equivocado: los ataques aéreos alemanes castigarían duramente la ciudad de Londres, esculpiendo a base de bombas el panorama que Wells había predicho.

Para Wells, el control del medio aéreo era algo más que una ventaja en caso de conflicto, era la llave del poder. Su "Control Aéreo y Marítimo", la asociación de pilotos y técnicos a cargo de las comunicaciones planetarias, acaban evolucionando en un gobierno mundial. Una institución semejante ya había sido imaginada por Rudyard Kipling en su relato "Con el correo nocturno" (1905) y "Sencillo como A.B.C." (1912). A.B.C. era el acrónimo de Aerial Board of Control, una organización que operaba en un mundo postapocalíptico transportando pasajeros y mercancías y reprimiendo con armas sónicas las revueltas civiles.

Otras partes del libro son ominosamente certeras. Por ejemplo, afirmar que las absurdas fronteras de Polonia acordadas en el Tratado de Versalles serían el detonante de la guerra; o el papel de los submarinos balísticos de largo alcance que, aunque en la novela lanzan torpedos químicos en lugar de misiles nucleares, cuentan con la misma capacidad destructora. Aún más, predijo que tales armas no se utilizarían sino como elemento de disuasión entre las potencias.

Sin embargo, aunque Wells vaticinó con acierto no sólo la utilización de aviones como armas
ofensivas sino el propio estallido del conflicto y su fecha de comienzo (enero de 1940, tan sólo unos meses después del comienzo de la verdadera Guerra Mundial) falló al imaginar otro tipo de guerra que no estuviera basada en las trincheras, el alambre de espino y el gas letal. Asimismo, tampoco supo ver que la guerra podía generar enormes beneficios económicos, beneficios que, a la postre, ayudarían a reconstruir países enteros evitando el panorama apocalíptico que describía en la novela. A partir de aquí, toda la lógica interna del libro se desmorona, porque ésta se basaba en que el Estado Mundial aparecía al desintegrarse el concepto de Estado-nación barrido por la guerra y la prolongada Depresión económica.

Por otro lado, aunque puso a Polonia en el centro del conflicto -concretamente a la ciudad de Danzig-, quienes aparecen en su libro como víctimas indefensas son, precisamente, los alemanes, que por aquel entonces se hallaban sumidos en la miseria tras una guerra desastrosa y una crisis económica igualmente devastadora. Los polacos en cambio, que fueron arrollados por los Panzer nazis en un abrir y cerrar de ojos en septiembre de 1939, son retratados como una beligerante dictadura. Si Wells no pudo imaginar -y no se le puede culpar por ello- la Alemania militarizada y enloquecidamente nacionalista de 1939, tampoco podría esperarse que acertara con el resto de su cronología futura ni mucho menos con su idealizado Estado Mundial.

Ciertamente, no hay que valorar la calidad de una obra en función del grado de acierto de sus predicciones. De hecho, no es ese en absoluto la finalidad de la ciencia ficción. Y el problema con aquellos autores que pretenden seriamente erigirse en profetas visionarios es que, además de que se suelen equivocar estrepitosamente en cuanto se alejan más allá del horizonte temporal más inmediato, crean obras que aguantan mal el paso del tiempo. Y precisamente ese fue el problema de Wells en esta última etapa de su vida.

Incluso teniendo esto en cuenta, sus proyecciones históricas son simplistas y su ideología condenable. Por ejemplo, siguiendo las máximas marxistas, la formación del Estado Mundial se da por hecha, es algo inevitable. Ahora bien, si el Estado Mundial es una maravillosa utopía que todo lo arregla, ¿por qué para mantenerlo es necesario imponer una dictadura militar represora durante un siglo? Wells no supo resolver esa contradicción y prefirió taparla de forma burda: a aquellos que lo defienden se los presenta de forma beatífica como visionarios inmaculados que predican entre una horda de ignorantes.

La libertad de pensamiento o de creencia no es admitida por ese Estado Mundial. Éste debe tener el monopolio sobre la educación con el fin de modelar a su conveniencia la mente de sus ciudadanos. Así, el Islam es abolido por la Policía Aérea, las mezquitas demolidas y el árabe sustituido por el inglés sin que se produzcan mayores disturbios -algo que hoy resulta imposible de creer-. El budismo se desvanece con menos problemas todavía y el pueblo judío, tras una larga y violenta historia de persecuciones, abandona su identidad de buena gana para integrarse en el Estado Mundial. Tan solo el cristianismo -y, concretamente el católico, del resto de ramas de esa confesión nada se dice- se resiste a desaparecer, estableciendo sus últimos bastiones en Irlanda y Sudamérica antes de ser finalmente subyugado.

Wells no duda en exterminar en su ficción a todo aquel que se opone a sus nobles proyectos políticos.
Cualquier cosa es aceptable si ayuda al progreso. Al progreso, claro está, tal y como él lo concebía y asumiendo implícitamente que, en su calidad de visionario, él hubiera formado parte de la élite dirigente. Porque, desgraciadamente, el Estado Mundial wellsiano a lo que recuerda es al paraíso de un dictador: un enorme aparato estatal de ámbito mundial regido por una élite indiscutida, que aplasta con sus opositores y que prohíbe la religión.

En resumen, ¿se puede aconsejar la lectura de "La Vida Futura? No es un libro para todos ni fácilmente accesible en fondo y forma. Es una obra que vuelve a demostrar la desbordante imaginación de su autor, abundante en detalles cronológicos y cotidianos sobre ese mundo ideal de 2105. Pero torpedea sus propios logros con su estilo fríamente aburrido y su espíritu dogmático. Una obra quizá sólo recomendable para aquellos aficionados a Wells que quieran asomarse a los amargos pensamientos que dominaban su mente en la última etapa de su vida.

miércoles, 5 de diciembre de 2012

1932-LA ISLA DE LAS ALMAS PERDIDAS - Erle C.Kenton





 
En los años treinta, los estudios Universal fueron el líder indiscutible del género de terror con tintes de ciencia-ficción. Pero no fueron los únicos en cultivar este tipo de películas. De hecho, uno de los films más recomendables de esa tendencia fue esta adaptación de la Paramount de la clásica novela de H.G.Wells, “La Isla del Dr.Moreau” (1896), en la que el tema del científico demente e irresponsable se mezclaba con la manipulación genética –aunque ese concepto era desconocido entonces- mezclando humanos y animales con consecuencias poco edificantes.

El náufrago Edward Parker (Richard Arlen) llega a una isla de los mares del Sur dominada por la figura del misterioso doctor Moreau (Charles Laughton), quien, en su laboratorio -gráficamente conocido como "Casa del Dolor"-, trata de acelerar la evolución sometiendo a diversos animales a atroces experimentos para darles forma humana y luego someterlos como esclavos. Inicialmente, al sádico doctor no le hace ninguna gracia tener a un extraño husmeando en sus cosas, pero no tarda en encontrarle una utilidad: aparearlo con su única creación femenina, Lota, la exótica mujer-pantera (Kathleen Burke). Moreau arregla las cosas para que ambos pasen tiempo juntos -a ella no parece desagradarle la idea y se esfuerza por seducirlo- mientras él espera en las sombras que su plan fructifique en la forma de un niño mestizo.

Sin embargo, la llegada de Ruth Walker (Leyla Hyams), prometida de Parker, deshace el delicado equilibrio existente en la isla. Moreau intenta utilizarla también para engendrar una de sus criaturas y asesina al capitán de la embarcación en la que llegó. Los "humanimales", excitados por la muerte, se rebelan contra Moreau y siembran la isla de violencia y caos.

A Wells le disgustó el resultado obtenido y no le dolieron prendas a la hora de cargar contra la película. Argumentaba que los cineastas habían optado por eliminar el contenido filosófico de su novela (el Hombre jugando a ser Dios, creador de su propia religión para ser adorado por criaturas inferiores y sufriendo finalmente las consecuencias de sus irresponsables actos) y el carácter en el fondo idealista de su Moreau, a favor de un planteamiento más superficial en el que se incluía un doctor sádico en exceso y una sensualidad provocativa.

No le faltaba razón, pero también es cierto que el tipo de película que tenían en mente los productores de la Paramount no pretendía ser más que un entretenimiento sencillo en línea con las exitosas y rentables "horror-movies" de la Universal. Y ese objetivo no sólo lo alcanzó con creces (los espectadores de la época sí pasaron miedo) sino que tampoco se puede decir que el guión (obra del competente Waldemar Young y el novelista Philip Wylie) sea irrespetuoso con el relato original o traicione su espíritu.

Lo cierto es que el terror es un género que está muy vinculado a la época que lo suscita. Los
espectadores de hoy difícilmente se revolverán inquietos en su asiento ni cerrarán los ojos atemorizados delante de una película de monstruos de los años treinta. Pero "La Isla de las Almas Perdidas", aunque no completamente victoriosa, sí consigue salir airosa de la lucha contra el tiempo gracias a su audacia y crudeza, pero también, en buena medida, por la antológica interpretación de Charles Laughton. Su calculador y sudoroso doctor Moreau no sólo es un demente amoral -como tantísimos otros científicos locos de la cultura popular- sino que inspira una especial repugnancia. El mismo Laughton declaró que desde entonces se sintió incapaz de visitar un zoo.

A Laughton le acompañan, además de los "humanos", un grupo de actores de reparto encabezados por Bela Lugosi (el "Recitador de la Ley") que dan vida a la horda de hombres-bestia. Irreconocibles bajo el maquillaje estaban futuras estrellas como Alan Ladd, Randolph Scott y un Larry "Buster" Crabbe al que volveremos a encontrar dentro de unos años encarnando a Flash Gordon. Los efectos visuales y las técnicas de maquillaje han avanzado muchísimo desde entonces y el trabajo de Wally Westmore en la creación de las criaturas de Moreau, una mezcla grotesca de hombre y animal, se antoja algo tosca y falta de sutileza, pero ello no le resta efectividad. Como prueba, esa escena en la que una de esas decadentes bestias -interpretada por Hans Steinke, campeón mundial de halterofilia en 1928- casi empieza a salivar cuando ve a la novia de Douglas llegar a la isla; más tarde, la acechará en su dormitorio en otro pasaje memorable.

A pesar de adolecer de algunos de los rasgos típicos de las películas de los años treinta (ausencia de banda sonora de fondo para crear ambiente, interpretaciones amaneradas y diálogos floridos), "La isla de las almas perdidas" está impregnada de una intensa atmósfera de terror y degeneración gracias al rodaje en exteriores -muy inusual en aquella época- en el que el director de fotografía, Karl Struss, pudo demostrar el talento que lo convirtió en uno de los mejores de su profesión.

Es más, sabemos que lo que realiza Moreau no son frías manipulaciones de tubitos de cristal con ADN, sino dolorosas y sangrientas operaciones quirúrgicas; y aunque la película restringe mucho la violencia explícita, las mutilaciones que se efectúan fuera de la vista del espectador, indicadas con los espeluznantes gritos en off de los "humanimales", son incluso más perturbadoras que si se hubiera optado por mostrar litros de sangre y miembros amputados. De hecho, los posteriores remakes que se estrenaron en 1977 y 1996 (con Burt Lancaster y Marlon Brando respectivamente en el papel de Moreau) demostraron que la historia no mejoraba por la mera adición de efectos visuales o despliegues de violencia más gráficos.

Y, sin embargo, el director se las arregla para transmitir al espectador un sentimiento de compasión
por los monstruos, en el fondo criaturas torturadas e infelices, víctimas de un supuesto "progreso científico". Ello no salvó a la cinta de la tijera de los sectores bienpensantes. Seductoras mujeres-animales tratando de seducir a humanos, sanguinarios y crueles procedimientos quirúrgicos para producir aberraciones naturales, alegorías religiosas... Resulta chocante que ya en su momento, a finales del XIX, la dura y polémica novela de Wells acusara en sus cifras de ventas los remilgos de una parte de la sociedad que consideraba la vivisección una práctica bárbara. Casi cuarenta años después, su adaptación cinematográfica fue también considerada de excesivo mal gusto. Su proyección no se autorizó en Inglaterra (según se argumentó, debido a las leyes allí vigentes prohibiendo la vivisección), Nueva Zelanda y algunos estados ultraconservadores de Estados Unidos hasta finales de los sesenta. Tal censura tuvo repercusión directa sobre la rentabilidad económica de la película, tardándose más de lo previsto en recuperar el coste.

¿Cómo fue posible que Erle C.Kenton, un artesano de la industria cinematográfica de estilo más bien neutro, fuera capaz de dirigir una película tan redonda y a su manera tan transgresora como "La isla de las almas perdidas"? En realidad, no es algo tan sorprendente. Tan sólo fue necesario reunir a un equipo de gente eficaz y competente para desarrollar una historia ya de por sí sólida y sin las trabas que poco después impondría en Hollywood el puritano código de censura Hays.

Una vez más, es gratificante comprobar cómo a veces los tropiezos económicos nada tienen que ver con la calidad de las obras. "La isla de las almas perdidas" es una obra maestra del terror de los años treinta, una película al tiempo extraña, estimulante y perturbadoramente bella cuyos ajustados setenta minutos de duración no podrían haberse aprovechado mejor.