martes, 29 de noviembre de 2011

1964- TELEFONO ROJO, ¿VOLAMOS HACIA MOSCÚ? - Stanley Kubrick


La ciencia ficción, como toda expresión artística, consta de obras atemporales que cualquier lector de cualquier época puede disfrutar; y de obras producto de su tiempo y para cuya comprensión es necesario un conocimiento previo de su marco de referencia temporal y social. Estas últimas nos sirven de puerta al pasado, que nos ayuda a entender determinados aspectos de la sociedad en cuyo seno fue concebida. Sin embargo, al mismo tiempo, esa misma característica la puede hacer difícil de entender por generaciones posteriores, puesto que es preciso tener un mínimo conocimiento histórico de su contexto para entender sus referencias, símbolos y significado.

Y no estoy hablando de novelas escritas en el siglo XIX o tras la Primera Guerra Mundial, no. Un día, las cosas que nosotros asumimos como “actualidad”, como algo que todo el mundo sabe y entiende, dejan de serlo y se deslizan hacia la “historia”. De repente, los lectores o los espectadores más jóvenes necesitan notas al pie para entender lo que leen o ven. Un buen ejemplo de ello es la Guerra Fría. Para un chaval de catorce años resulta difícil entender por qué los rusos son los malos en películas como “Punto Límite” (1964) o por qué unos y otros se dedicaban a acumular bombas nucleares arriesgándose a acabar como en “El día después” (1983). No es fácil comprimir cincuenta años de historia en una explicación sencilla y concisa.

Sin embargo, hay todavía muchas películas de la Guerra Fría que pueden ser entendidas por los espectadores modernos, escapando al olvido y la nostalgia y, trascendiendo los temores de la época, hacer llegar su mensaje al mundo contemporáneo. La película que ahora comentamos es un ejemplo de ello: “Dr.Strangelove, or How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb” (“Doctor Strangelove o como aprendí a dejar de preocuparme y amar la bomba”, título que nada tiene que ver con el que, incomprensiblemente, se le dio en España), que capturó perfectamente la paranoia mental de la Guerra Fría, sugiriendo al mismo tiempo que ciertas actitudes norteamericanas podrían haberse heredado de los nazis.

Stanley Kubrick había escandalizado a la sociedad bienpensante con su escabrosa película “Lolita” (1962). Mientras aún se encontraba en Inglaterra, empezó a rumiar su siguiente proyecto. Eran los años de la división en bloques, el comunista y el capitalista. La reciente crisis de los misiles cubanos había tenido al mundo en suspenso, aumentando aún más si cabe el miedo a un holocausto nuclear. Si un bando, deliberada o accidentalmente, pulsaba el botón, el otro respondería automáticamente. El cine se hizo eco de aquel renovado temor tras haber exprimido el miedo nuclear con las películas de monstruos mutantes de los cincuenta. Ahora los estudios de Hollywood se lanzaron a producir películas más serias que recordaban a los espectadores la fina línea que separaba la vida de la muerte en la América de la Guerra Fría.
Kubrick fue uno de los quedaron atrapados por aquél fenómeno social. Había pasado varios años documentándose y llegó a leer más de cincuenta libros sobre el tema. Aconsejado por un amigo del Instituto de Estudios Estratégicos, leyó una novela escrita por Peter George, “Two Hours to Doom” (publicada inicialmente como “Red Alert”). Las largas horas de trabajo en el guión con James B.Harris, amigo y productor de algunas de sus películas anteriores, se prolongaban hasta entrada la noche y entonces, cuando sus cerebros se agotaban y empezaban a divagar, hacían bromas sobre las situaciones que surgían en el guión. La posibilidad de transformar el thriller nuclear rigorista en una comedia negra fue fraguando en la mente de Kubrick hasta que se decidió a exponer los aspectos más absurdos de la por lo demás peligrosa situación y la inutilidad e ignorancia de las personas que estaban encargadas de gestionar la misma a todos los niveles. Para plasmar ese nuevo enfoque contrató a una figura del Nuevo Periodismo, Terry Southern, que elaboró un guión aprovechando sólo la premisa inicial del libro para luego derivar hacia el absurdo y el apocalipsis final (la novela, por el contrario, terminaba con un providencial acuerdo in extremis entre rusos y americanos).

El general Jack D.Ripper (Sterling Hayden) da órdenes al SAC (Mando Aéreo Estratégico) de
atacar la Unión Soviética, iniciando un protocolo que asume que Washington y los líderes civiles han sido aniquilados. Naturalmente, esto no ha sucedido, y el presidente Merkin Muffley (Peter Sellers) se indigna al enterarse de que existe semejante plan, aunque se tiene que callar cuando le recuerdan que fue él quien lo aprobó cuando un político rival afirmó que “nuestra disuasión nuclear carece de credibilidad”. Cuando el presidente insiste en que se suponía que había salvaguardas para evitar que un lunático como Ripper pudiera empezar una guerra nuclear por sí mismo, el general Buck Turgidson (personaje creado a partir del general Curtis LeMay e interpretado por George C.Scott) insiste en que no van a arrojar todo el plan a la basura sólo por un pequeño error.
El director traslada la acción alternativamente entre la base aérea de Burpelson, que Ripper ha aislado del mundo exterior; uno de los B-52 que se dirigen a atacar la URSS, el “Leper Colony”, al mando del comandante “King” Kong (Slim Pickens, en un papel originalmente pensado para Peter Sellers, que finalmente no fue capaz de dominar el acento tejano); y la secreta Sala de Guerra, en el Pentágono. Todo el mundo acaba confundiendo sus objetivos y enemigos: Ripper, convencido de que no hay marcha atrás, acaba disparando a soldados norteamericanos cuando éstos intentan retomar la base; el presidente invita al embajador soviético DeSadeski (Peter Bull) a la Sala de Guerra para demostrar a los rusos que todo es un horrible malentendido y que no pretendía iniciar una Tercera Guerra Mundial. Mientras tanto, Kong y su tripulación (incluyendo un joven James Earl Jones en su primer papel cinematográfico), “mostrando iniciativa”, hacen lo que es necesario para completar su misión, sin saber que pondrá en marcha la Máquina del Juicio Final soviética, destruyendo la vida en la Tierra.

Al final, a pesar de provocar el apocalipsis nuclear, nadie ha aprendido nada. Los políti
cos siguen tan desconcertados como al principio: el diplomático ruso espiando aun cuando su gobierno vaya a desaparecer; y el general Turgidson preocupado por no quedar atrás en la nueva carrera armamentística con los rusos, esta vez no de misiles, sino del mayor número de minas profundas en las que sobrevivir y esperar a dar el siguiente golpe.

“Teléfono Rojo…” es una excéntrica sátira que se apoya en cuatro pilares. El primero tiene que
ver con un modo de pensar considerado inapropiado en la era nuclear: cuando el bombardero americano entra en territorio ruso, lo hace mientras suena la tonada de la Guerra de Secesión “When Johnny Comes Marching Home” (1863); el clímax nuclear tiene de fondo a Vera Lynn cantando “We´ll Meet Again”, una canción utilizada para levantar la moral en la Segunda Guerra Mundial. Escenas como estas o el retrato que hace de las instituciones política y militar eran un desafío a la severa visión que del problema daba tanto el gobierno norteamericano como otras películas y libros de la época.
En segundo lugar tenemos la inclinación que muestra la planificación estratégica militar a normalizar lo incomprensible e inasumible: Turgidson apoya un ataque total basándose en que sus cálculos apuntan a que ello causaría una “pérdida aceptable” de 20 millones de americanos en lugar de 150 millones si no se hace nada. En tercer lugar, es una sátira sangrante de la burocracia fuera de control y nuestra subordinación a sistemas arbitrarios sujetos a los delirios de paranoicos con poder. Los procedimientos que dictan acciones futuras se ponen en marcha incluso cuando no se pueden predecir todas las posibles circunstancias y consecuencias: cuando el dañado bombardero “Leper Colony” abandona su misión principal y se encamina a un objetivo secundario, ya no puede ser localizado por radar y el apocalipsis se hace inevitable.

Por último, “Teléfono Rojo…” está repleto no sólo de ironía y sátira despiadada, sino de humor
sexual, empezando por los nombres de los personajes, todos sugiriendo potencia (Turgidson), fertilidad o, en el caso de Ripper (“Destripador”), violencia. A ello se suma toda una serie de gags visuales y verbales que conectan la locura nuclear con el sexo. La escena de apertura es un bombardero siendo reabastecido en vuelo. Mientras los dos aviones están unidos por la sonda en lo que parece un éxtasis coital, la banda sonora nos acaricia con un orquestado estándar romántico, “Try A Little Tenderness” en una parodia de películas patrióticas como “Strategic Air Command” (1955). Más tarde, cuando el coronel “Bat” Guano (Keenan Wynn) encuentra a Mandrake en una oficina junto al cuerpo de Ripper, piensa que el primero es un “prervertido desviado” que ha matado al segundo para ocultar sus “preversiones”. El general Turdigson trata de seducir a su secretaria con lenguaje militar (“cuenta atrás”, “despegar”); El mayor Kong cabalga sobre la bomba con forma de falo y, por supuesto, al final, tenemos la sugerencia del Dr.Strangelove sobre cómo sobrevivir a un invierno nuclear: esconderse en profundas minas con diez mujeres por cada hombre. Cuando se le hace notar que eso significará el fin de la tradicional monogamia –para los hombres en cualquier caso-, Strangelove sonríe con satisfacción: “desgraciadamente, así es”. Todos los presentes le rodean: es en lo único en lo que parecen estar de acuerdo.

La motivación de Ripper para iniciar el fin del mundo es quizá la mayor broma de todas: está
tratando de proteger nuestros “preciosos fluidos corporales” de la contaminación, una teoría que desarrolló cuando se dio cuenta de su “pérdida de esencia” tras experimentar “el acto físico del amor”. O bien Ripper era desconocedor del ciclo de excitación masculino o, más probablemente, era impotente. Desencadenando la Tercera Guerra Mundial, “lanza sus misiles” de otra forma, encontrando una satisfacción que se niega a sí mismo en el acto sexual.
Estas alusiones sexuales no son humor grueso de adolescentes metido con calzador en la sátira política. Al mezclar la vida y el sexo con la muerte, Kubrick nos muestra lo confusos que están los personajes al sublimar sus motivaciones sexuales en una aniquilación nuclear. En uno de los mejores gags de la película, el texano Comandante Kong revisa los kits personales de supervivencia del avión, que incluyen medias de nylon, lápiz de labios, chicle, tranquilizantes, pastillas para dormir, estimulantes, cien dólares en oro y un profiláctico. “Con todo esto se podría pasar un buen fin de semana en Las Vegas” (originalmente, el personaje decía “Dallas”, pero hubo de volver a doblarse con “Las Vegas” ya que el presidente Kennedy fue asesinado en aquella ciudad poco antes del estreno de la película).

Kubrick volvería a jugar con la sátira en películas posteriores, pero nunca despertaría risas otra
vez. Desde luego, ayuda a ello la magnífica interpretación de Peter Sellers. Los ejecutivos de Columbia, el estudio que financiaba el proyecto, opinaban que el éxito de la anterior película de Kubrick, “Lolita” se había debido en no poca medida al camaleónico Sellers, por lo que exigieron al director que lo contratara. Así se hizo, y el actor británico encarnó nada menos que tres personajes: el presidente Muffley, el oficial británico Lionel Mandrake, asignado temporalmente a trabajar con Ripper; y el científico exnazi Dr.Strangelove. Para cada uno de ellos hubo de desarrollar un acento y una gestualidad distintivos. Fue un esfuerzo esquizofrénico que agotaría a Sellers pero que le haría merecedor de una nominación al Oscar.
Por cierto, que el genial Dr.Strangelove era una mezcla del científico espacial Wernher von Braun -quien trabajó para los nazis en el desarrollo de sus cohetes antes de pasarse al bando americano al terminar la guerra- y Rotwang, el chalado inventor de Metrópolis (1927). La ciencia ficción lidiaba con el miedo al holocausto volviendo a retratar a los científicos e ingenieros como individuos de mentes trastornadas y acomplejadas. El Dr.Strangelove era, por tanto, una interpretación corrosivamente humorística de la fe en los tecnócratas gubernamentales. Como el Dr.No de James Bond, Strangelove está deformado –su mano mecánica es la evidencia de su corrupción física y su insana devoción a la experimentación científica-. Hacia el final del film, Strangelove se levanta de su silla de ruedas alzando su brazo artificial en un saludo nazi al presidente americano mientras exclama “¡Mein Führer!”. Esta escena es un ataque directo a la determinación norteamericana de ganar la Guerra Fría y la Carrera Espacial a cualquier precio, aun perdonando y contratando a antiguos enemigos del país.

Aparte de los lugares comunes en los filmes de la Guerra Fría, ésta es una película de escenas antológicas. Cuando el presidente interrumpe una grotesca pelea entre el embajador DeSadeski y el general Turgidson (que descubre al ruso tomando fotos con una minicámara), pronuncia la antológica frase: “¡Caballeros! ¡No pueden pelear aquí, esta es la Sala de Guerra!”. Tampoco se queda atrás la explicación de DeSadeski de por qué los soviéticos construyeron la Máquina del Juicio Final, que cubriría al planeta en una nube radioactiva si su país sufría un ataque: cansado de la carrera armamentística y con una población que demandaba bienes de consumo, el líder comunista lo veía como una solución comparativamente barata. El factor decisivo, s
in embargo, fue descubrir que los Estados Unidos estaban desarrollando la misma tecnología. Cuando el presidente afirma que no tiene conocimiento de tal investigación, DeSadeski replica: “Nuestra fuente fue el New York Times”. Las hilarantes conversaciones entre el presidente Muffley y un premier soviético –al que no vemos- a través del teléfono rojo son dignas del genio de Sellers, al igual que las líneas del inquietante Dr.Strangelove, fruto de su improvisación. Nadie escapa al castigo de Kubrick: los políticos son incapaces e ignorantes; los militares, psicópatas y paranoicos; los científicos unos pervertidos hipócritas; los soldados, unos autómatas. Desgraciadamente, ellos son los que nos gobiernan y se asegurarán de sobrevivir cuando sus propios actos hagan que todo salte por los aires, sólo para empezar de nuevo.
Filmada en los estudios Shepperton, Inglaterra, por razones de presupuesto, y rodada en blanco y negro, Kubrick se encargó personalmente de la iluminación, prescindiendo de los grandes focos que tradicionalmente colgaban del techo derramando una atmósfera poco natural. Además, utilizar pequeñas fuentes de luz natural le permitía disponer de un amplio espacio para tomas generales, lo que se nota especialmente en las escenas de la Sala de Guerra diseñada por Ken Adam. El uso de decorados con lentes panorámicas y altos techos, que ampliaban la profundidad de campo, y los planos horizontales, dejaban a los personajes aislados en inmensos espacios, acentuando paradójicamente la sensación de haber quedado atrapados por el sistema. Las poderosas interpretaciones rodadas en un entorno realista aportan un impacto adicional al absurdo de la acción y los personajes.

El rodaje, de 15 semanas, finalizó en abril de 1963 y no faltaron las anécdotas fruto de las rarezas, afán perfeccionista y capricho del director, como la escena de la pelea de tartas que debía cerrar la película y que se tardó una semana en rodar para luego ser descartada por considerarse ridícula. Sea como fuere, costando la película dos millones de dólares, recaudó cinco en Estados Unidos, demostrando que el cine de Kubrick era tan personal como rentable. Se convirtió en un film de culto entre el movimiento juvenil de los sesenta y un clásico de la cultura norteamericana de esa década –aun cuando, estrictamente hablando, es una película inglesa-. Hoy día está considerada no sólo como una de las mejores películas sobre la Guerra Fría, sino que está incluida por el American Film Institute en su exclusiva lista de mejores films de todos los tiempos (en el número 39).

Como curiosidad, apuntamos que Kubrick inició acciones judiciales por plagio contra los
productores de otra película con un libreto muy similar, “Punto Limite”, dirigida por Sydney Lumet y que iba a estrenarse el mismo año. Efectivamente, este otro clásico del cine de la Guerra Fría contaba una historia –en la que había colaborado también el escritor Peter George- de sospechoso parecido a primera vista: por un error un bombardero estratégico vuela hacia la Unión Soviética para lanzar sus bombas nucleares mientras el presidente norteamericano trata de encontrar una solución. Llena de suspense y pesimismo, era, sin embargo, muy diferente de la película de Kubrick, también pesimista, pero enfocada como una comedia despiadada y hasta surrealista en la que nadie se salva (literal y metafóricamente). Al final, la distribuidora de ambos films, Columbia, espació los estrenos lo suficiente como para apaciguar a Kubrick.

“Teléfono Rojo…”, aun siendo producto de una época muy concreta, sigue siendo atractivo para el espectador moderno, que no tendrá dificultad en identificar a militares al servicio de sus propios intereses, hombres rehenes de máquinas a las que no comprenden, guerras iniciadas sobre mentiras y errores y el hecho de que la razón y la lógica no parecen tener efecto alguno en aquellos individuos obsesionados por la destrucción y la muerte. El enemigo en “Teléfono Rojo…” parecen ser los rusos. Como en otros films de Kubrick, el auténtico problema somos nosotros mismos.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

1914- TINIEBLAS Y AMANECER - George Allan England


Hoy, los relatos de CF que giran alrededor de desastres naturales y el consiguiente fin de la vida humana son uno de los tópicos más extendidos del género. Pero mucho antes de que M.Night Shyamalan, Roland Emmerich o J.G.Ballard se regodearan en horribles catástrofes, los autores que cultivaron la CF a comienzos del siglo XX hicieron especulaciones –algunas veces con mejor criterio del que sería deseable- acerca de las posibles causas de cambios extremos en la biosfera. Hemos visto ya varios ejemplos. Aquí hay otro: George Allan England.

England –a pesar de su apellido, nació en Estados Unidos-fue un hombre de intereses diversos: escritor, aventurero, explorador y político, reflejó en sus escritos sus ideas socialistas. Su trilogía “Darkness and Dawn” (“The Vacant World”, “Beyond the Great Oblivion” y “Afterglow”) fue publicada entre 1912 y 1914) y cuenta la historia de una pareja (hombre y mujer) que despiertan de un estado de animación suspendida dos mil años después de que la Tierra haya sido arrasada por un meteorito. Ambos se pondrán manos a la obra para construir un nuevo mundo y guiar a los ahora degenerados seres humanos hacia un futuro brillante pleno de prosperidad.

La tarea no será sencilla, claro. El mundo postcatástrofe ha quedado sumido en la barbarie y la Naturaleza se ha convertido en una enemiga peligrosa en todas sus formas, vegetales, minerales y animales. Habrá que luchar contra fieras y salvajes y sortear todo tipo de amenazas propias de un entorno hostil. En resumen, pura literatura de evasión, muy del gusto de lo que los lectores de pulps de la época esperaban encontrar en sus revistas favoritas.

El problema es que, para disfrutarlo, hay que pasar por alto una serie de cuestiones nada baladíes. En primer lugar, el estilo es tosco y plano cuando no cursi. Y en segundo lugar, su incorrección política según los estándares actualmente aceptados, es total.

Para empezar, los dos supervivientes son un ingeniero –paradigma del profesional del futuro en la CF de finales del XIX y principios del XX- y su secretaria, lo que ya deja claro, según el autor, quien va a poner el cerebro y quien va a servir de sumisa hembra reproductora del Nuevo Hombre. Pero eso, claro, sólo después de casarse, porque England, timorato además de machista, les convierte en individuos castos y responsables que evitan el contacto sexual si antes no han pasado por el altar (cosa que solucionan, como son los únicos supervivientes de los antiguos tiempos, utilizando ¡un gramófono! para que pronuncie las sagradas palabras de enlace).

Por otra parte, tampoco es que el cerebro de ingeniero le luzca mucho al machote protagonista, porque más parece un alocado héroe de acción que un aventurero reflexivo y maduro, más propenso a meterse en todo tipo de líos y con la filosofía de “pegar y luego preguntar” que partidario del análisis de situaciones. Y líos nos les faltan: extrañas criaturas, entornos adversos, catástrofes naturales… Y por si fuera poco, al machismo, se une el racismo: los malos de la historia son los descendientes de los antiguos afroamericanos, a los que derrotarán los dos excelsos representantes de la raza blanca.

Si la paciencia del lector –o su coincidencia ideológica con el autor- logra superar estos baches, se encontrará con un relato de aventura puro, sin mayores complicaciones ni pretensiones intelectuales. Indigne o no, “Tinieblas y Amanecer” , aunque no uno de los más brillantes y recordados, es un clásico.

sábado, 19 de noviembre de 2011

1969 - LA AMENAZA DE ANDRÓMEDA - Michael Crichton


Me encantan las historias de ciencia-ficción, pero algunas veces, la realidad es incluso más extraña. En los últimos años puede que no hayamos sido testigos de una odisea espacial, pero han sucedido cosas que podrían haberse considerado sin problemas como CF, por ejemplo, el SARS, la gripe aviar y otras pandemias víricas. Los estallidos de virus letales han sido desde hace mucho tiempo un tema predilecto de la CF y aunque por ahora no han convertido a la gente en zombis, no son difíciles de imaginar escenas de desesperadas investigaciones a la búsqueda de una cura, hombres enfundados en atemorizantes trajes amarillos de plástico, terror, caos y cadáveres alineados en polideportivos.

Uno de los mejores relatos de CF sobre el tema es “La Amenaza de Andrómeda”, el libro que lanzó a la fama a Michael Crichton, su primer best seller. Escribió el borrador mientras era estudiante de medicina en Harvard, inspirado por una conversación con uno de sus profesores sobre el concepto de vida basada en formas cristalinas.

Un satélite cae en un pequeño pueblo de Piedmont, Arizona, matando a todos sus habitantes. Bueno, no a todos. El equipo de rescate se encuentra con un bebé que no para de llorar y un anciano alcoholizado. Ellos serán la clave para encontrar una cura a lo que resulta ser un virus del espacio exterior bautizado como Andrómeda.

El suceso pone en marcha un protocolo de emergencia que recluta a un puñado de científicos punteros en diversas disciplinas médicas y biológicas y los encierra en un laboratorio subterráneo ultrasecreto, el Wildfire, equipado con el más moderno instrumental para lidiar con las amenazas biológicas extraterrestres, una contingencia que nunca se esperó que llegara a ocurrir. Los investigadores inician una carrera contra reloj en su búsqueda de una cura antes de que el virus se extienda. Además, el propio laboratorio resulta ser una trampa mortal cuando las cosas toman un curso inesperado…

El libro, pleno de suspense y con una sólida orientación científica, ha sido siempre acogido favorablemente no sólo por los aficionados a la CF dura, sino por los propios científicos. El escenario que plantea la novela (un microbio extraterrestre que mata a casi todos sus huéspedes hasta que muta a una forma que le permite sobrevivir fuera de los humanos), aunque improbablemente rápido en su desarrollo, refleja de hecho el curso natural de las epidemias: los virus tienden a evolucionar hacia formas menos agresivas que mantengan vivos a sus hu
éspedes más tiempo.

Por otro lado, para muchos científicos la novela –no lo olvidemos, publicada el mismo año que se
efectuó la llegada del hombre a la Luna- constituyó una advertencia acerca del peligro de contaminación proveniente del espacio exterior. Aún hoy no son pocos investigadores los que se han mostrado contrarios a traer a la Tierra muestras recogidas en Marte por el peligro de que, como ellos mismos mencionan, se cree una situación “Amenaza de Andrómeda”, poniendo en peligro la biosfera terrestre con una contaminación microbiana. La NASA siempre ha declarado que no encontraron muestras de vida en el planeta rojo, pero al menos dos astrobiológos incluidos en el proyecto Viking opinaban lo contrario…

Desde la publicación de “La Amenaza de Andrómeda” hasta hoy, Michael Crichton ha sido considerado, desde un punto de vista comercial, el escritor de CF con más éxito del último tercio del siglo XX. En buena medida esto se debe a que no ha sido clasificado como escritor de CF y, por tanto, excluido de los prejuicios vigente contra el género. Sus bestsellers nos han contado epidemias víricas del espacio exterior, tribus perdidas en escondidos rincones africanos, control mental electrónico, robots enloquecidos, naves estelares estrelladas en el fondo del océano y dinosaurios recreados genéticamente, todos ellos temas clásicos del género. Pero, de alguna manera, no parece CF cuando Crichton los aborda. ¿Por qué?


Porque la acción no transcurre en naves espaciales u otros planetas, sino en un presente –o
futuro inmediato- muy plausible, modificado sólo en aquel aspecto que el libro trata. Además, la novedad que nos ofrece es algo de lo que su público ya está convencido a medias. Cuando se estrenó la película “Parque Jurásico”, todos los medios de comunicación se apresuraron a afirmar que la ciencia estaba a punto de conseguir resucitar dinosaurios, porque Crichton y la maquinaria de marketing que le respaldaba sabían muy bien que contar un simple embuste no sería suficiente. La gente quiere creer en esas ficciones; de algún modo, piensa que son plausibles, y eso es lo que diferencia la ciencia ficción de la fantasía. Michael Crichton lo sabía muy bien y construyó su fama en base a ello.

jueves, 17 de noviembre de 2011

1914- LA LIBERACIÓN MUNDIAL - H.G.Wells


La Primera Guerra Mundial estalla en 1914, pero la tragedia se venía respirando desde mucho antes. En este blog hemos visto múltiples ejemplos de novelas que se hacían eco, predecían o contribuían al ambiente prebélico: fue la época en la que floreció el subgénero de las Guerras Futuras. De repente, la realidad alcanza a la ficción y ésta, incapaz de competir con aquélla, se paraliza. Durante cuatro años, las atrocidades de los campos de batalla inundan los periódicos. El público no puede asimilar, además, novelas que echen más leña al fuego. Tampoco los escritores se sienten con fuerzas y por ello la mayor parte de la CF o bien desaparece o se concentra en el puro escapismo. Habrá que esperar al fin de la guerra para que el traumático período se digiera y encuentre su lugar en la literatura de género.

Pero ya desde antes, desde comienzos del nuevo siglo, H.G. Wells había experimentado un cambio en su visión del mundo. La primera manifestación de este cambio fue el espacio de cinco años durante el que Wells no publicó ciencia ficción en absoluto. Después de "La Guerra en el Aire" (1908) escribió una serie de novelas de temática variada (que él mismo consideró su obra más importante) y no sería hasta la antesala de la Primera Guerra Mundial que Wells comenzara a sentirse de nuevo atraído por el futuro, iniciando su segunda etapa en el género, esta vez como autonombrado profeta y predicador de un nuevo orden mundial. Porque sus novelas ya no eran tanto relatos como advertencias del mañana que Wells creía que nos esperaba. Fruto de esta nueva filosofía literaria es “The World Set Free”, la mejor de sus cuatro novelas apocalípticas.

Originalmente serializada en tres partes ("Una trampa para atrapar el Sol", "La última guerra del mundo" y "La liberación mundial") y con un final diferente que la versión en libro, no se trata de una novela en la que se cuente una historia lineal a través de unos protagonistas individuales. En este caso, a excepción del rey Egbert, no se profundiza mínimamente en ningún otro personaje. Wells estaba interesado en la tecnología y sus ramificaciones y lo que narra es una crónica de grandes acontecimientos: un libro de historia ficticio, o quizás un borrador para una novela de extensión épica. Ello hace que su lectura sea fría, desapasionada y, aunque no se trata de un libro largo, puede resultar algo tedioso.


El argumento está construido sobre las bases de los nuevos descubrimientos que estaban teniendo lugar en relación al átomo: “el átomo, que una vez creímos duro e impenetrable e indivisible y definitivo y desprovisto de vida, es en realidad una inmensa reserva de energía". La primera parte del libro hace un repaso de los avances intelectuales y tecnológicos de la raza humana en los últimos doscientos cincuenta mil años. Después, nos narra el descubrimiento de la energía nuclear y su desarrollo, conjurando una Inglaterra de los años cincuenta del siglo XX en la que eficientes y limpios motores atómicos han hecho avanzar espectacularmente la tecnología.

Sin embargo, el gobierno, la educación y la justicia social no han progresado en la misma medida. "Los absurdos de los tribunales y las indignidades del gobierno parlamentario junto a la apertura de grandes oportunidades en otros ámbitos, habían retirado a las mejores inteligencias de los asuntos públicos. Los gobiernos del mundo (...) no reunían más que hombres de segunda categoría". El resultado de combinar políticos incompetentes, un mundo dividido y nuevas tecnologías potencialmente destructivas no podía ser otro que la guerra, una guerra que lleva a la civilización mundial al borde del colapso absoluto: “la humanidad se encontraba sin objetivo, sin adiestramiento y desorganizada hasta la imbecilidad (…) había rumores de canibalismo y fanatismos histéricos”. La alternativa al barbarismo y la aniquilación es la aceptación de un Nuevo Orden Mundial en el que un gobierno global se haga cargo de la administración de todo y de todos, eliminando los países y, por tanto, los conflictos entre los mismos.

Así, a diferencia de su anterior novela apocalíptica, "La Guerra en el Aire", la catástrofe última y
definitiva se evita gracias a la intervención de una élite de visionarios políticos, liderados por el monarca inglés, el rey Egbert. La noción de que sólo el gobierno de una oligarquía de hombres brillantes, científicos y reyes-filósofos podía asegurar el futuro de la humanidad se convirtió en una idea cada vez más obsesiva para Wells en la última parte de su vida. Una y otra vez nos encontramos en sus escritos con este énfasis en el renacimiento mundial propiciado por una élite: los Nuevos Republicanos de “Anticipaciones” (1901), los Samuráis de “Una Utopía Moderna” (1905 ), los Conspiradores Abiertos de “El Mundo de William Clissold” (1926), el Estado Moderno en “La Liberación Mundial” y la posterior “The Shape Of Things To Come” (1933). Wells no estaba solo en esta idea, pero muchos de sus colegas ideológicos se pasaron al fascismo en la Europa de los treinta. Sería falso llamar fascista a Wells, aunque muchos analistas encuentran repelente su simpatía por una élite cuasi-Nietzscheana y su apoyo a las teorías eugenicistas.

Al final todo sale bien en este el primero de varios de sus trabajos en los que daba la bienvenida a la perspectiva de la destrucción de la civilización, sobre la base de que era la única solución que podría allanar el camino para un gobierno socialista planetario. Wells parece anticipar organizaciones como la Liga de Naciones o las Naciones Unidas, proyectos incompletos de autoridades mundiales. El libro finaliza apuntando las direcciones que, tras el establecimiento del gobierno mundial, debería tomar la nueva sociedad globalizada: la igualdad de sexos y la exploración del espacio.

Wells tenía la habilidad de ver la parte más oscura de cualquier novedad científica. Muchos escritores y pensadores visualizaban un futuro brillante en el que los nuevos inventos serían tan baratos que todo el mundo podría permitírselos. Wells no era tan optimista. No sólo estaba
convencido de que las diferencias sociales continuarían, sino que se harían más profundas. Los aviones por ejemplo, sólo estarían al alcance de los más ricos (hoy la mayor parte de la población del planeta, continúa sin tener acceso a un billete aéreo). Pero el avión no sólo era símbolo de un futuro mejor, también era heraldo de los horrores que las nuevas tecnologías traerían a los campos de batalla. Ya vimos en una entrada anterior cómo predijo los tanques (1903) y en “La Guerra en el Aire” nos adelantó no sólo el potencial destructivo de las nuevas máquinas voladoras, sino que su utilización haría desaparecer en las guerras la distinción entre civiles y combatientes sin facilitar la ocupación física del territorio.

En esta ocasión, Wells nos dejó predicha la utilización de bombas atómicas en las guerras, lo que no deja de ser sorprendente si tenemos en cuenta que la aplicación práctica de la radioactividad distaba mucho de estar clara en aquel entonces; al fin y al cabo, el núcleo atómico se había descubierto tan sólo cuatro años antes. Los científicos ya apuntaban al potencial del átomo, pero Wells no necesitaba ser tan riguroso como ellos; al fin y al cabo lo suyo era la ciencia ficción y podía permitirse especular a lo grande. No fue el primero: otras novelas, como “El día del juicio” de Robert Cromie, o “Ante la Bandera”, de Julio Verne, habían ya anticipado armas muy destructivas vagamente relacionadas con el poder aprisionado en la materia. Sin embargo, Wells, a la luz de los últimos descubrimientos, ofreció una descripción más precisa. Además, era más leído y popular que Cromie y que Verne en su última época.

El auténtico ingenio nuclear no se utilizaría hasta 1945, pero el término “bomba atómica”, que dominaría el vocabulario cotidiano durante cuarenta años de Guerra Fría, fue inventado por Wells en esta novela. Las bombas imaginadas por Wells no eran exactamente iguales a la que golpeó Hiroshima décadas después. Los científicos contemporáneos ya conocían las propiedades radioactivas de elementos como el radio, cuya energía se disipaba lentamente a lo largo de miles de años. Wells utilizó esta idea para imaginar una sustancia llamada Carolinum, que alimentaba ingenios explosivos que, en virtud del largo periodo de liberación energético, explotaban una y otra vez durante años -aunque con menor potencia que los verdaderos artefactos nucleares- .

Esto, claro está, no es lo que sucede en la realidad, pero a pesar de esta inexactitud, la predicción que hizo Wells sobre la presencia del armamento nuclear en el panorama bélico del futuro y sus potenciales y perdurables efectos destructivos, resultan acertados. Y no sólo eso, sino que esa peligrosa tecnología acabaría siendo accesible incluso a los elementos más peligrosos de la sociedad: "La destrucción se estaba haciendo tan sencilla que cualquier pequeño grupo de descontentos podía utilizarla. Antes de que comenzara la última guerra, todo el mundo sabía que un hombre podía llevar en un bolso suficiente cantidad de energía como para destruir media ciudad". Una vez más, Wells nos avisaba de que la tecnología puede traer peligros que superan con creces los beneficios.

Y, para quien crea que la CF no es capaz de cambiar de vez en cuando el mundo valga este
episodio: el astrofísico norteamericano de origen húngaro Leo Szilárd, leyó el libro de Wells en Berlín en 1932 antes de exiliarse a Norteamérica. A finales de aquel mismo año, se descubrió el neutrón y en 1933, inspirado por aquella historia, desarrolló la idea de una reacción en cadena de neutrones, idea que patentó en 1934. Ocho años después, su campaña para convencer al gobierno estadounidense de que iniciara investigaciones nucleares para no quedarse atrás respecto al programa alemán, tuvo éxito: nació así el Proyecto Manhattan, del que saldrían las primeras bombas atómicas, esta vez no literarias, sino muy reales. La CF cobraría una nueva y ambigua autoridad tras Hiroshima, porque su imaginario había sabido prever, en sus peores pesadillas, el panorama que entonces comenzó a planear sobre la Humanidad.

En conjunto, es una novela interesante y nada convencional, aunque no recomendable para cualquier lector debido a su carga política y filosófica. Plena de ideas pero carente de emoción, su oscura visión del futuro contiene elementos que todavía deben tenerse en cuenta.

martes, 15 de noviembre de 2011

1912-El SEGUNDO DILUVIO - Garrett P.Serviss


Los héroes de ciencia ficción comenzaban a poblar las páginas de las revistas pulp: Conan Doyle llevó al profesor Challenger a las selvas amazónicas para que descubriera un Mundo Perdido; E.R.Burroughs mandó a John Carter a Marte en lo que sería el inicio de una mítica serie de aventuras de espada y brujería espacial; el ingeniero juvenil Tom Swift continuaba corriendo aventuras mecánicas y Hugo Gernsback convertía a Ralph 124C41+ en heraldo del progreso científico.

Pero entonces, el 14 de abril de 1912, un símbolo de ese progreso tecnológico, el Titanic, se hundió a resultas de una colisión con un iceberg. Fue un aviso: la ciencia es poderosa, pero la naturaleza lo es más. Los escritores tecnofuturistas tomaron nota y lo reflejaron en sus historias. Aquel año 1912 vería la publicación de varios relatos post-apocalípticos y distópicos: “El Mundo Vacío”, la primera parte de la trilogía “Oscuridad y Amanecer” de George Allan England, en la que dos personas de aquel tiempo despiertan mil años después de que la Tierra haya sido devastada por un meteorito, poniéndose manos a la obra para reconstruir la civilización; “El Reino de la Noche”, de William Hope Hodgson, situada en un futuro en el que el Sol ya se ha apagado y cuyos habitantes humanos se refugian en un último y enorme refugio, rodeados de extrañas y monstruosas criaturas; o “El Segundo Diluvio”, de Garret P.Serviss.

Serviss (del que ya hablamos en una entrada anterior, “La Conquista de Marte por Edison”) fue un escritor muy popular en Estados Unidos a comienzos del siglo XX, aunque hoy sus historias se antojan demasiado grandilocuentes. Orador y divulgador de temas científicos, Serviss había trabajado como editor del periódico New York Sun de 1876 a 1892, periodo durante el cual conoció a otro pionero del género, Edward Page Mitchell. Uno de los relatos escritos por éste, “La historia del Diluvio” (1875), sería el germen de la novela de Serviss, serializada en siete partes en la revista The Cavalier, entre julio de 1911 y enero de 1912, y recopilada en forma de libro tan sólo tres meses, lo que da testimonio de su popularidad.

En esta ocasión, el título de su libro lo dice todo: científicos complacientes, intrigantes funcionarios públicos y capitalistas explotadores obtienen su merecido tras haberse burlado de las advertencias de un nuevo Noe acerca del apocalíptico diluvio que se aproxima. Se suceden escenas de pánico y desastre cuando toda la superficie de la Tierra queda sumergida al atravesar el sistema solar una nebulosa. Sólo el héroe-científico Cosmo Versal y su pequeño grupo de amigos leales sobreviven gracias a un artefacto volador que les salva de ser engullidos por las aguas. Ellos serán el núcleo a partir del cual la especie humana deberá afrontar un nuevo comienzo, esta vez basado en la planificación científica, la eugenesia y la razón.

sábado, 12 de noviembre de 2011

1922- LA FÁBRICA DE ABSOLUTO - Karel Capek


En el periodo que medió entre las dos guerras mundiales, Checoslovaquia se convirtió en un lugar fascinante. Enclavado en el centro de Europa, había salido del acartonado imperio austrohúngaro y se tambaleaba hacia la modernidad representada por la Liga de Naciones, un recorrido que la invasión alemana primero y la tiranía comunista después, no le permitiría completar. A mitad de camino entre ambos mundos, entre la tradición y la renovación, entre las aberraciones del Antiguo Régimen y las amenazas que reservaba la Edad Contemporánea, vivió Karel Capek.

A menudo el único mérito que se suele atribuir a Capek suele ser el de creador del término “robot” (ya lo comentamos en una reseña anterior sobre el mismo autor, "R.U.R"), pero más relevante aún fue su compromiso con la democracia liberal, su recelo ante el comunismo y su oposición al fascismo. Los lazos de Capek con Tomás Masaryk, presidente de la primera república checa, y la censura de sus libros en Checoslovaquia durante la invasión nazi en 1938 y después bajo el yugo comunista, fortalecieron aún más su papel de defensor de la democracia.

Era un hombre racional, a quien le gustaba viajar y disfrutar de los placeres de la vida, y ello se reflejaba en sus escritos, optimistas y con un fino sentido del humor. Pero como su país en aquellos turbulentos años, Capek tenía también un lado pesimista y cínico. Su tesis doctoral, leída en la Universidad Carolina de Praga en 1915, giraba en torno a su escepticismo hacia el humanismo liberal de posiciones doctrinarias, su desconfianza de los partidos políticos y su apuesta por el pragmatismo. Su obra, pues, albergaba dos vertientes bien diferentes.

Sin embargo, los críticos de CF, en contraste con aquellos que contemplan una visión más global de la obra de Capek, nos han trasladado la imagen de un escritor radical, más preocupado por las vicisitudes de la lucha de clases propias del marxismo que con el problema epistemológico del autoconocimiento o la suspicacia humorística presente en muchos de sus cuentos. Esto es así porque su obra de CF, compuesta por la trilogía de novelas “R.U.R.”, “La fábrica de lo Absoluto” y “La guerra de las salamandras”, se compone siempre de relatos de destrucción, caos y apocalipsis provocados por la lógica interna del capitalismo industrial. Estos comentaristas han enfatizado la dialéctica marxista de "explotadores-obreros" que aflora en estos trabajos, mientras que otros han preferido destacar la tensión existente entre la utopía y la distopia. Quizá por haber dejado de lado otros trabajos del escritor, estos mismos críticos han encontrado la CF de Capek más compatible con los elementos marxistas que con el pragmatismo americano, así como imbuida de una visión apocalíptica y colectiva opuesta al individualismo y cotidianeidad que desplegaba en el grueso de sus ensayos o relatos de ficción detectivesca.

Después de "R.U.R.", su segunda obra de CF fue "La Fábrica de Absoluto", serializada en el
periódico "Lidové noviny" a partir de septiembre de 1921. En ella, un ingeniero consigue construir un motor atómico, capaz de desintegrar la materia y extraer de ella hasta la última fracción de energía, con lo que su eficiencia va más allá de todo lo imaginado hasta el momento. Sin embargo, hay un efecto secundario inesperado: el proceso libera como subproducto, etéreo pero real, "el Absoluto" que toda materia contiene, una especie de entidad espiritual, la esencia de Dios. Este "Absoluto" fluye desde el motor atómico afectando a quien esté cerca, sumiéndolo en un éxtasis en comunión con la divinidad, permitiéndole ejecutar milagros, experimentar visiones, profecías y levitaciones y transformándolo completa y permanentemente en lo que entendemos como "buena persona" o incluso "santo". Los afectados abandonan sus trabajos, donan sus bienes al prójimo necesitado y pasan su tiempo orando.

El inventor, asustado ante tal fenómeno, le vende su creación a un empresario sin escrúpulos. En poco tiempo se enriquece fabricando miles y miles de esos motores, que alimentan desde automóviles hasta aviones, desde cuarteles hasta edificios civiles. Todos los que entran en los radios de influencia de esos generadores se transforman en fervientes creyentes que no tardan en caer en el fanatismo.

Pero las consecuencias de la liberación del "Absoluto" se extienden al campo material: acaba tomando el control del proceso productivo, fabricando en tal cantidad todo tipo de productos que su valor queda reducido a nada. Entre esa superabundancia que aniquila el comercio, y el fanatismo religioso creciente (que empuja a la guerra a facciones divididas por su divergente interpretación de las revelaciones que experimentan), el mundo se sume en el caos más absoluto.

El libro no sigue la estructura ortodoxa de una novela. Comienza presentándonos a los personajes que iniciarán el desastre (el empresario y el ingeniero) hilando esa acción durante varios capítulos para luego abrir el abanico y desenfocar la acción, deshaciendo la narración en una multitud de escenas independientes pero correlativas y relacionadas entre sí para formar una crónica del fin de la humanidad: desde las ceremonias religiosas organizadas por un feriante obrador de milagros a bordo de su tiovivo hasta el sesudo artículo escrito por un famoso teólogo; desde disquisiciones físico-místicas hasta explicaciones económicas, de reuniones masónicas a la historia de un aspirante a conquistador del mundo, de las tribulaciones de un mensajero a la redacción de un periódico…

Es un libro brillante y corrosivo que no deja títere con cabeza. Capek apunta y dispara con acierto
e ingenio a todos los elementos de la sociedad: el empresario codicioso, la jerarquía religiosa, los militares, los masones, los políticos, los hombrecillos, los políticos, los periodistas… A través de todos ellos, Capek ridiculiza la confianza en "Absolutos" de cualquier clase, materiales o espirituales. Por un lado, la vertiente material del Absoluto, la producción ilimitada y sin coste, aparentemente la solución perfecta a los problemas prácticos y cotidianos de la humanidad, acaba aniquilando cualquier posibilidad de economía racional: la superabundancia reduce los precios a cero, por lo que no existe incentivo para vender o distribuir, provocando graves desabastecimientos en aquellos lugares alejados de los centros de producción. Por otro, en su vertiente espiritual, la fe firme, sin fisuras pero también sin tolerancia, acaba prendiendo en una guerra santa global de una ferocidad y devastación jamás alcanzada antes. Es un reflejo de la desconfianza que sentía Capek por los "ismos" ideológicos (fascismo, nazismo, comunismo, racionalismo, nacionalismo...) de cualquier signo. Pocos años después, estas corrientes empezarían a erosionar rápidamente la estabilidad europea.

Capek no era un reaccionario y creía en el progreso, pero le preocupaban las consecuencias que la
lógica del capitalismo podían conllevar al entrar en contacto con la imperfecta naturaleza humana. Este libro, además de un ataque a la ceguera ideológica, es una inteligente e incisiva reflexión sobre las trampas del capitalismo y su culto a la eficiencia y el crecimiento sin sentido: el fabricante de carburadores atómicos sigue distribuyendo su producto aun cuando es sabedor -e incluso se siente aterrado- de sus consecuencias. Como planteaba en "R.U.R." y "La guerra de las salamandras", la raza humana no es capaz de sustraerse a la autodestrucción aún siendo perfectamente consciente de que sus actos le encaminan a ella. ¿No se parece demasiado al actual problema del calentamiento global?

1977- LA CIUDAD QUE NO EXISTÍA - Pierre Christin y Enki Bilal


En general, el comic de ciencia ficción ha hecho más énfasis en la aventura espacial o “space opera” que en otros aspectos temáticos del género. En ello ha tenido que ver sobre todo no tanto el talento de los autores como el público, mayoritariamente juvenil, al que iban destinados sus obras. La renovación del cómic francés a finales de los años sesenta dio como resultado nuevas aproximaciones temáticas acordes con los tiempos, más complejas y adultas.

Dos de los autores inmersos en aquella corriente fueron el guionista Pierre Christin y el dibujante Enki Bilal. El primero había iniciado en la editorial Pilote una serie de álbumes titulada "Leyendas de Hoy", en la que daba salida a sus preocupaciones sociales en forma de historias donde mezclaba realidad y fantasía. El dibujante inicial de la serie, Jacques Tardi abandonó la editorial tras sólo un álbum por diferencias artísticas, lo que brindó la oportunidad al relativamente novel Enki Bilal de colaborar con Christin. Sus dos primeros trabajos, "El Crucero de los Olvidados" y "El Navío de Piedra" eran fábulas de denuncia social y política en las que compartían protagonismo promotores inmobiliarios sin escrúpulos con brujos místicos, pueblos voladores y fantasmas con sindicalistas y anarquistas sonados.

El tercero de ellos, "La Ciudad que No Existía" se apartó un poco de la línea anterior y sirvió como transición a los siguientes, "Las Falanges del Orden Negro" y "Partida de Caza", que prescindieron totalmente del fantástico para asentarse en una realidad gris y pesimista. El álbum que nos ocupa es en su mayor parte una crónica social, sólo al final deslizándose hacia una rama de la CF no muy cultivada en los últimos decenios: la utopía.

La ciencia ficción ha estado en su mayor parte apoyada en la ciencia y la tecnología. Pero paralelamente desde el siglo XVII, comenzó a desarrollarse una derivación de la ficción especulativa sustentada en la filosofía y la teoría social: el utopismo o construcción de sociedades ideales. Con el tiempo, ese camino iría ampliándose y evolucionando hacia la creación de mundos alienígenas o futuristas poblados por sociedades complejas. Pero la utopía pura y su reverso oscuro y nunca lejano, la distopia, no llegaron a desaparecer del todo pese a que muchos críticos rechacen su carácter de CF.

"La Ciudad que No Existía" comienza con la muerte del anciano Hannard, cabeza de un imperio industrial del norte de Francia, alcalde, senador y señor de las vidas y haciendas de la pequeña ciudad industrial de Jadencourt, cuya economía se basa en la fábrica de fundición y los talleres de costura propiedad de aquél. Su fallecimiento llega en un momento delicado. Los vecinos y trabajadores viven en el límite de la pobreza, sobreviviendo con penalidades en un entorno gris y asfixiante, dominados y controlados por el viejo, y llevan un mes con una huelga que ha paralizado la fábrica del lugar. Su nieta y heredera, Madeleine, se hace cargo del grupo de empresas, pero su sensibilidad es totalmente opuesta a la de su abuelo. No tarda en tomar conciencia de la injusta situación en la que viven los obreros y decide darle un giro radical. Soborna a los principales ejecutivos para que reorienten la producción de sus empresas hacia un nuevo y ambicioso proyecto: una ciudad perfecta y autónoma en la que todos los desafueros y desigualdades quedarán eliminados, donde no habrá lugar para aberraciones ya sean laborales o urbanísticas.
Y así se hace. La nueva ciudad, de innovadora y caprichosa arquitectura, se construye de la nada en mitad de ninguna parte. En su interior protegido por cúpulas cada ciudadano ha recibido aquello que deseaba y de la forma que soñaba: sus huertos, sus negocios, sus talleres… La utopía se ha conseguido. Pero no todos están satisfechos. Algunos desconfían de tales proyectos de altos vuelos y piensan que la auténtica y oculta intención de todo el plan es el control; otros se cansan: necesitan desafíos, causas por las que luchar; y cuando todo el mundo parece feliz, su impulso vital se extingue. Para colmo, la ciudad despierta las envidias de los vecinos que entran a hurtadillas a robar, por lo que se hace necesario establecer una milicia que patrulle por los alrededores. La ciudad perfecta comienza a parecerse a una gran cárcel en la que no es fácil entrar, pero de la que tampoco resulta sencillo salir.
Pierre Christin, uno de los guionistas más interesantes de la historieta francesa, es un intelectual de izquierdas preocupado por los aspectos sociales, como ha demostrado incluso en su serie más conocida, las entretenidas aventuras espaciales de "Valerian". Pero también comprende que muchas de las reivindicaciones románticas de unas y otras formaciones políticas (especialmente de la izquierda, que tradicionalmente ha basado su propaganda en la factibilidad de regímenes y sociedades ideales) no funcionan y que cuando los gobiernos han intentado llevarlas a cabo, creándolas a la fuerza de forma artificial, han resultado un desastre en todos los órdenes. Las sociedades sublimadas basadas en la igualdad social y económica de los comunistas o la pureza racial de los fascistas y nacionalsocialistas, tuvieron el final que todos conocemos.
Christin nos habla de ello, del fracaso -al menos parcial- de la utopía, pero lo hace de una forma inteligente y sutil, sin caer en la distopia y planteando en cambio un dilema más verosímil que las románticas ideas de los revolucionarios tradicionales. No hay violencia, derramamiento de sangre ni coerción por parte alguna. Todo lo contrario, Madeleine transforma el capitalismo inhumano de su abuelo en un sistema perfecto que anula las reivindicaciones de los huelguistas. Y no hay intereses ocultos: su único y verdadero propósito es enmendar una situación profundamente injusta y desalentadora.

Pero tal nobleza se encuentra con los obstáculos propios de la naturaleza humana que,
indefectiblemente, harán tambalear cualquier proyecto utópico. Nadie queda a salvo: los codiciosos ejecutivos sólo aceptan de grado el plan cuando sus mezquinos intereses (dinero, mujeres, poder) se ven satisfechos; pero también los más desfavorecidos serán difíciles de convencer: los sindicalistas tienen miedo a perder sus pequeños privilegios, los trabajadores desconfían de todo lo que procede de los más ricos o piensan que aceptar un paraíso sin trabajar para ganárselo es un atentado contra la dignidad personal… ¿Y al final? Christin lo deja abierto. No hay una sola respuesta, sino tantas como personas. Hay vecinos de Jadencourt que ven mejorada su vida, encontrando prosperidad y seguridad; otros, en cambio, no pueden acostumbrarse a la paz social y deciden abandonar la ciudad en busca de causas por las que luchar. La división alcanza al seno de las familias: unos miembros deciden quedarse y otros abandonar. El desenlace definitivo, la pervivencia de la utopía, su hundimiento repentino o su degradación progresiva, queda a la imaginación de cada cual.
En el aspecto gráfico, Bilal realiza un excelente trabajo en la plasmación de atmósferas: Jadencourt es un pueblo de calles oscuras dominadas por edificios de ladrillos oscurecidos por el hollín, de cielos pardos y tristes; la mansión del viejo Hannard es agresivamente reaccionaria, con grandes muebles de madera que desprenden una sensación opresiva. Todo, la gente, los edificios, los objetos, el paisaje… es gris, negro y marrón, aburrido, viejo, cansado, mediocre... Por contra la nueva ciudad presume de una arquitectura reminiscente del art nouveau, con formas orgánicas, sinuosas y elegantes, colores festivos y, también, cierto aire de maravilla forzada propia de los parques temáticos. El talento de Bilal, ya en esta época temprana de su carrera, queda demostrado por su habilidad en plasmar la vida cotidiana, encadenando página tras página de personajes hablando o yendo de aquí para allá, sin acción frenética ni escenas gráficamente ambiciosas que busquen impresionar al lector. A destacar, para los entendidos en cómic, el cariñoso homenaje a "Little Nemo" con que abre el álbum.

Obra representativa del comic adulto de los setenta, "La Ciudad que No Existía" no sólo demuestra que la historieta es perfectamente capaz de abordar temas complejos que muevan a la reflexión, sino que lo puede hacer sin recurrir a la violencia, el sexo o la estridencia gráfica. Treinta y cinco años después, esta fábula social de ilusiones y desengaños, sigue siendo tan actual como cuando se publicó.

jueves, 10 de noviembre de 2011

1912- EL REINO DE LA NOCHE - William Hope Hodgson


"The Night Land" es uno de los libros de CF más peculiares que se hayan escrito jamás. Su autor, el británico William Hope Hodgson, pertenecía al círculo de escritores eduardianos (George MacDonald, Arthur Machen, Lord Dunsany o David Lyndsay) que al final del movimiento prerrafaelista, afectados por el clima de inestabilidad europea y huyendo de la sociedad industrializada, impulsaron el género fantástico. En los años que precedieron a la Primera Guerra Mundial, Hodgson escribió una serie de historias de terror macabro y suspense de entre las que destaca la impresionante "The House in the Borderland" (1908).

La novela que aquí reseñamos comienza en la Inglaterra del siglo XVII. El protagonista se enamora y casa con una hermosa mujer, Lady Mirdath, que muere al dar a luz. Invadido por la pena, se sumerge en un trance que transporta su mente, invadiendo la de un hombre más joven que vive en el lejano futuro, mucho después de que nuestro sol se haya apagado. En la eterna noche en la que la Tierra está sumida, iluminada sólo por el resplandor de los volcanes, los últimos supervivientes de la especie humana se refugian en una inmensa pirámide de metal conocida como El Gran Reducto, en cuyo interior viven varios millones de personas distribuidas en 1.320 ciudades. El Reducto está rodeado de una barrera eléctrica que impide entrar a las horribles criaturas que vagan por el resto del mundo. Al recibir telepáticamente una llamada de auxilio procedente de otra pirámide más pequeña, el protagonista se aventura al exterior, al Reino de la Noche, para rescatar al último superviviente de aquélla, que resulta ser nada menos que la reencarnación de su difunta amada. El título hace referencia tanto al mundo sin sol por el que el protagonista viaja como al hecho de que la épica búsqueda tenga lugar en los sueños del narrador.

En realidad, lo que tenemos aquí es una historia clásica de caballerías, tema tan querido y visitado en sus diferentes vertientes por la literatura fantástica: un héroe joven y noble abandona su castillo para rescatar a una dama en apuros, enfrentándose por el camino a gigantes, monstruos y desafíos espirituales. Es el envoltorio lo que hace especial a esta novela: argumento y personajes quedan eclipsados por la vívida descripción de un paisaje futurista hostil ahogado por una perpetua oscuridad, hogar de un inquietante bestiario de sub-humanos, monstruos, mutantes y espíritus que se mueven por lugares de nombres tan sonoros como la Casa del Silencio, el País de Donde Viene la Gran Risa o la Carretera por la que Caminan los Silenciosos.

Como hemos dicho al principio, el género fantástico y de terror experimentó un auge a comienzos de siglo como reacción a la situación social, política y económica. Pero para entonces, H.G.Wells ya había publicado sus principales obras de CF y su obra era reimprimida con éxito tanto en Inglaterra como en Estados Unidos, influyendo a multitud de escritores, Hodgson entre ellos. Al igual que el personaje de "La Máquina del Tiempo" (1895), el protagonista de "El Reino de la Noche" se traslada al futuro remoto, más remoto aún que en la novela de Wells. Allí encuentra una tierra desolada, inevitablemente muerta según las teorías de Lord Kelvin (que sostenía que el calor del sol estaba generado por el colapso gravitacional y su brillo no podía durar más que unos pocos millones de años).

Los humanos han sobrevivido, pero el resto de los seres se han transformado en extrañas y peligrosas criaturas de origen sobrenatural, provenientes de otros planetas o mutados. Sin embargo, la idea subyacente en ambos autores es bien distinta: mientras que Wells se apoyaba en la evolución para explicar los cambios que habían tenido lugar en la especie humana, Hodgson resalta la idea de decadencia - que, desde un punto de vista evolutivo, no tiene sentido- como última e inexorable fuerza del universo, una aproximación ciertamente pesimista.

Hodgson imagina una especie de fuente energética a mitad de camino entre el misticismo New Age y la geotermia: la Corriente de la Tierra, que sirve de energía a los humanos de la pirámide, un campo de fuerza, una suerte de telepatía y alimento en píldoras,… todo ello ampliamente utilizado en innumerables historias del género en las décadas por venir. Pero todos estos elementos científicos están impregnados de espiritualismo: la humanidad está atrapada en un conflicto de enormes proporciones entre las fuerzas del Bien y del Mal, encarnadas en criaturas que escapan tanto a la comprensión humana como a su sentido de la moralidad. El viajero temporal de Wells podía tratar de comprender la naturaleza del futuro; el de Hodgson no, y su extraño mundo permanece tan hermético al final del libro como al principio.

Comparando de nuevo a ambos autores, tanto el poder de los Morlocks de Wells como la amenaza de las fuerzas sobrehumanas de Hodgson, sugieren que la situación de nuestra especie en el planeta es, en el mejor de los casos, precaria. El futuro de Wells es colectivo, el de Hodgson, individual y desesperado, pero ambos modelos sociales son provisionales y sujetos a cambios. El protagonista de Hodgson es el inglés del pasado, una proyección de su misma persona: literario, caballeresco, sentimental, la luz de la civilización que brilla en la oscuridad de la desolación espiritual; el de Wells es el inglés del futuro, de mente científica y racional, capaz de asimilar la idea de que no solo el Imperio Británico, sino el propio ser humano, desaparecerá algún día. De alguna manera, aunque en ambos casos la civilización sucumbiría al paso del tiempo, el futuro de Wells parecía más optimista, menos oscuro, que el de Hodgson.

Por desgracia, las atractivas imágenes e ideas de esta fantasmagoría futurista quedan
sumergidas en un estilo retorcido, sentimental, repetitivo y dado a la incontinencia verbal. Por algún motivo, Hodgson decidió realizar una recreación de lo que él pensaba era la prosa del siglo XVII y el resultado es un pastiche indigesto, punteado por un romanticismo caduco que poco tiene que ver con el tono y acontecimientos propios de una narración situada en el futuro lejano. Autores posteriores, como Michael Moorcock, Brian Aldiss o J.G.Ballard utilizarían el lenguaje no tanto para describir con precisión científica lugares o acciones como para crear una atmósfera adecuada. Desafortunadamente, el intento de Hogdson queda en fracaso (para aquellos interesados en la novela, el escritor James Stoddard se dedicó a reescribirla en estilo moderno, conservando el argumento pero actualizando el vocabulario, la gramática y añadiendo diálogos -el original no tenía ninguno-).

Sin embargo, si consigues acostumbrarte a su estilo, puede que la historia te impresione tanto como a los autores de terror americanos de los años veinte: H.P.Lovecraft y Clark Ashton Smith alabaron con entusiasmo la novela, un relato dramático de viajes en el tiempo y uno de los primeros que explora el escenario de drama post-holocausto, con la humanidad rodeada por un mundo hostil en el que ocurren fenómenos y habitan seres que escapan a su comprensión.