domingo, 25 de julio de 2010

1893-EL ANGEL DE LA REVOLUCIÓN - George Griffith


La ficción especulativa británica disfrutó de un impulso fundamental en 1871, cuando la revista Blackwood publicó “La Batalla de Dorking”, de George T.Chesney -ya comentado en una entrada anterior-. Este relato de la derrota inglesa ante las fuerzas alemanas invasoras, como si se tratara de un terremoto, dio lugar a numerosas réplicas, fundando un subgénero de historias de guerras futuras cuyo éxito se prolongó hasta el estallido de la auténtica guerra en 1914. Los primeros seguidores/imitadores se decantaron por formatos en los que se presentaban las narraciones como “memorias”, pero no pasaría mucho tiempo antes de que esos relatos de conflictos situados en el futuro adoptaran el formato de novela.

Gran Bretaña podría haber sido más receptiva a la especulación científica si no hubiera sido porque el formato habitual de la ficción victoriana era la novela en tres volúmenes que solicitaban la mayoría de las librerías. Las descripciones elaboradas de mundos imaginarios, ya sean alienígenas o futuristas, requiere una labor descriptiva nada despreciable, pero se obtienen mejores resultados con narraciones ligeras que con elaboraciones llenas de ricos detalles. Así, las fantasías futuristas en tres tomos de Edward Maitland en “By and By” (1873) o los “Annals of the Twenty-Ninth Century” (1874 de Andrew Blair, con su estilo lento y moroso), contrastan vivamente con la ligereza de los cuentos que Poe escribía en América y que ocupaban el otro extremo del espectro de la CF de la época.

Las historias de guerras futuras popularizadas por Chesney ofrecían una solución al problema de cómo dotar de dramatismo al avance tecnológico. Desde el punto de vista de los escritores de pensamiento progresista, este recurso tenía el desafortunado inconveniente de cargar excesivamente las tintas en la tecnología militar, pero al principio esto no supuso un obstáculo. El punto crucial en la evolución de este subgénero llegó cuando sus autores dieron el salto de los panfletos propagandísticos a la serialización en toda una serie de nuevas publicaciones periódicas que se enzarzaron en una intensa competencia en la última década del siglo. Un relato bastante tosco, “La Gran Guerra de 1892”, compilada por expertos militares y serializada entre 1891 y 1892, dio paso a una narración bastante más oscura escrita por George Griffith: “The Angel of the Revolution”, que es la que vamos a comentar a continuación.

Puede que la prosa de Griffith y sus ingenuas fantasías de anarquistas románticos y batallas aéreas no estuviera al nivel de H.G.Wells o sir Arthur Conan Doyle, pero su popularidad no fue menor que la de esos grandes nombres. Por si su éxito no fuera suficiente para ser recordado más de cien años después, digamos que en esta novela puso una de las piedras fundamentales de lo que hoy conocemos como "steampunk" (los diseños de las máquinas voladoras de algunas películas de animación de Hayao Miyazaki o Katsuhiro Otomo se dirían basadas en las ideas de Griffith) además de anticipar la Primera Guerra Mundial, la Revolución Rusa, los misiles aire-superficie o el despegue vertical de aeronaves a motor.

"El Ángel de la Revolución" es un romance científico, el equivalente Victoriano de la ciencia ficción. Fue la primera novela de Griffith y además de por lo anterior, es especial por otros motivos: describe uno de los futuros más sangrientos imaginados hasta el momento y no tiene reparos en atacar no sólo a la sociedad británica, sino incluso a su familia real.

La acción comienza en el Londres de 1903 (diez años en el futuro del escritor). Richard Arnold es un brillante inventor que dedica toda su juventud y talento a una pasión convertida en obsesión: construir un ingenio volador que pueda transportar eficientemente personas y mercancías. Al borde de la ruina, consigue elaborar un modelo que funciona, impulsado con una combinación especial de gases que sólo él conoce. Sin embargo, con el triunfo viene la duda y la desesperación al tomar conciencia del terror y la destrucción que su ingenio podría sembrar si cayera en manos de los gobiernos. Es entonces cuando conoce a Colston, miembro de una siniestra sociedad secreta compuesta por socialistas, comunistas y nihilistas de todo el mundo, declarada enemiga de los gobiernos establecidos y que, como suele suceder en este tipo de movimientos, utiliza métodos terroristas para acabar con las injusticias.

La hermandad convence a Arnold para que se una a sus filas y desarrolle la versión "aumentada" de su invento, lo que decantará a favor de los conjurados el conflicto bélico entre imperios que ya se vislumbra en el horizonte. Así lo hace el ingeniero, construyendo una flota de aeronaves que participa en el comienzo de hostilidades entre los países europeos con el fin de provocar su caída y favorecer un período de anarquía del que nacerá un nuevo orden.

Se suceden entonces episodios de lo más variopintos que recuerdan mucho a las aventuras pulp que verían la luz veinte años después en las revistas norteamericanas: desde arriesgadas misiones de rescate en prisiones rusas, al descubrimiento de mundos perdidos en el centro de África, pasando por desesperados romances aparentemente imposibles. Pero en cuanto comienzan los combates entre la Federación Ruso-Francesa y la Alianza Anglo-Alemana, todo se convierte en una sucesión de batallas, masacres y bombardeos de ciudades desde dirigibles. Los alemanes primero y los ingleses después, serán barridos por los rusos, paradigma de régimen cruel, perverso y totalitario, hasta que sólo Londres resiste al invasor, que lo somete a un terrible asedio. Es entonces cuando los terroristas -que se han hecho con el control de Estados Unidos y todos sus recursos mediante un golpe de Estado- intervienen directamente en el sangriento conflicto para inclinar la balanza a favor de sus propios intereses y obligar a los dirigentes, reyes y presidentes, a someterse a ellos bajo la amenaza de utilización de las terribles máquinas aéreas de Arnold.

George Griffith fue un prolífico escritor -y reputado explorador- cuya obra, como hemos dicho, disfrutó de una enorme popularidad en Inglaterra, si bien sus visionarias novelas de ciencia ficción tuvieron menos repercusión en Estados Unidos debido, por una parte, a que el género seguía caminos bastante diferentes en ese país y, por otra, a las simpatías socialistas y revolucionarias de su autor. Tras una breve incursión en el periodismo y haber escrito diversos panfletos, decidió probar con la novela, apuntándose a la moda comercial del momento y escribiendo un relato de guerras futuras.

Se trata en realidad de un conjunto de elementos ya aparecidos en otras novelas de otros autores, agitados y revueltos hasta dar con una síntesis peculiar: la paranoia xenófoba y racista de "la Batalla de Dorking", la máquina voladora de "Robur el Conquistador" de Julio Verne (al que Griffith plagió abiertamente sin ocultarlo lo más mínimo) y las visiones anarquistas de "Noticias de Ninguna Parte" de William Morris.

Los lectores modernos pueden encontrar ofensivas algunas de las actitudes y prejuicios propios de la sociedad de la época: el siniestro líder de la organización terrorista es un judío paralítico y deformado por las torturas de unos perversos rusos; negros y asiáticos apenas son contemplados como otra cosa que razas sometidas a los blancos; los árabes juegan un papel secundario y son fácilmente derrotados al final del libro. Aunque posiblemente reflejaran hasta cierto punto las opiniones personales de Griffith, debe recordarse que el relato lo escribió en forma de serial para la revista Pearson´s Weekly, una publicación populista que tendía a expresar las opiniones chauvinistas y algo reaccionarias de sus lectores.

Griffith adelantó de forma brillante el horror de la nueva guerra que estaba por venir: los ataques a navíos de aprovisionamiento en la ruta entre Norteamérica e Inglaterra, los bombardeos de ciudades, las complicadas alianzas que empujaban a los países a la guerra y, por supuesto, los combates aéreos. Aún se tardarían diez años en conseguir hacer volar una aeronave -y ésta sería muy diferente de las imaginadas por Verne o Griffith- pero ya existía la sensación de que la tecnología estaba disponible y había mucha gente emprendedora trabajando en ello. Desde el momento en que Wilbur y Orville Wright hicieron volar su avión en Kitty Hawk, los militares expresaron su interés y se apresuraron a encargar aparatos tanto a los Wright como a otros inventores que fueron desarrollando sus propios modelos. La guerra en el aire ya tomaba forma.

La obra se revisó en repetidas ocasiones tras su publicación original. En las primeras ediciones, el zar ruso es Alejandro III; tras su muerte, en noviembre de 1894, y tratando de mantener el libro actualizado, fue sustituido en las siguientes ediciones por Nicolas II. Pero algunos otros personajes históricos de la época de Alejandro que aparecían en la novela siguieron estando ahí, por lo que conviene hacerse con una edición moderna que respete la primera versión con el fin de evitar confusiones. Existe también una secuela, serializada bajo el título "La Sirena de los Cielos" y cuya acción transcurría un siglo después.

Los historias bélicas futuristas de Griffith fueron uno de los eslabones más exitosos de una larga cadena que continuaría durante bastantes años y sobre la que volveremos en futuras entradas. A medida que la industria armamentística iba diseñando nuevas pesadillas, los escritores más inquietos debían actualizar su arsenal. En 1911, cuando se publicó la última novela de este subgénero escrita por Griffith, "El Señor del Trabajo" (él había fallecido de cirrosis a los 48 años en 1906), en las guerras ya intervenían misiles nucleares y rayos desintegradores.

El subgénero de guerras futuras no fue lo único que escribió Griffith. Por ejemplo, veremos en una entrada posterior, la curiosa "Luna de Miel en el Espacio"; y aún encontró tiempo para batir el record de vuelta al mundo (65 días) y participar en una expedición que ayudó a descubrir las fuentes del Amazonas. Todo un logro para tan corta vida.

viernes, 23 de julio de 2010

1895-LA ISLA A HÉLICE - Julio Verne


A finales del siglo XIX, la época dorada de Verne ya había quedado atrás. Sus mejores novelas hacía tiempo que habían sido publicadas y el género del "romance científico" había continuado evolucionando y ramificándose en formas más atrevidas que las ensayadas por el escritor francés. Sin embargo, aún le quedaban cosas que contar…

El mar había sido durante los dos últimos siglos escenario de aventuras sin fin. Desde Defoe hasta Salgari, de Stevenson a Poe, innumerables escritores utilizaron los océanos de todo el globo, conocidos y desconocidos, como parte de sus narraciones de aventuras, dramas e incluso misterios. Los viajes por mar eran tan emocionantes entonces para los lectores como hoy lo son los vuelos interplanetarios para nosotros. Verne no fue una excepción y la acción de muchas de sus novelas tenía lugar en el mar: "Los hijos del capitán Grant", "Un capitán de quince años", "El Chancellor" o "Una ciudad flotante" son sólo algunos ejemplos de relatos de aventuras marítimas escritas por Julio Verne.

Pero a finales del siglo XIX, el arte de la navegación, con la introducción del vapor y la hélice, había perdido parte del romanticismo y el riesgo que desde siempre había envuelto la vida en el mar. El siguiente paso era el dominio del aire y en ese desafío, ya lo hemos visto en otras entradas, se centraron muchos escritores de CF. Verne volvió al mar en este libro usando otra de sus ideas de superingeniería. Lo que ocurre es que, en este caso, la "excusa" tecnológica que pone en marcha el drama es más interesante que el drama en sí.

Un cuarteto francés de músicos de cuerda, en ruta desde San Francisco hasta San Diego, es secuestrado y llevado a Standard Island, una gigantesca isla artificial de 35 kilómetros cuadrados que surca las aguas del océano Pacífico viajando de archipiélago en archipiélago. Sus millonarios habitantes quieren a los músicos para que toquen "a bordo" de las fiestas que dan en lo que parece ser un paraíso artificial maravilloso. Pero claro, no hay paraíso sin serpiente. Los habitantes de la isla, por muy ricos que sean, se hallan divididos en dos facciones violentamente enfrentadas, la de babor y la de estribor, lideradas por las familias más ricas de cada bando. Por supuesto, en un recurso ya muy gastado entonces, hay una pareja de enamorados cuyo matrimonio queda imposibilitado por el hecho de que cada uno de ellos pertenece a una facción distinta. La incapacidad de los antagonistas para llegar a un acuerdo acabará por destruir la isla, que queda reducida a un montón de pedazos arrastrados sin rumbo por las corrientes oceánicas.

Ya hemos comentado abundantemente cómo el conservador Verne albergaba sentimientos encontrados respecto a los avances tecnológicos. En la última etapa de su carrera, se acentuó la desconfianza hacia los posibles perjuicios derivados de la tecnología así como el tono pesimista y de denuncia: las vilezas propias de la ignorancia y la superstición en “El Castillo de los Cárpatos” (1892), las intolerables condiciones de vida en los orfanatos en "P´tit-Bonhomme" (1893), la inminente extinción de las ballenas en “La Esfinge de los Hielos” (1897), el daño medioambiental de la industria petrolera en “El testamento de un excéntrico” (1899) o la matanza de elefantes por el marfil de sus colmillos en “La ciudad aérea” (1901) son sólo algunos ejemplos.

En el caso de "La Isla a hélice", lo que comienza pareciendo un edén modelado a base de benigna tecnología (control del clima, teatrófonos, aire acondicionado, casas de aluminio con paredes transparentes, poderosas dínamos que controlan todo...) acaba por no ser más que un podrido nido de clasismo, ociosidad, banalidad y rencillas estúpidas. Es un reducto sólo para millonarios americanos (Estados Unidos ha absorbido en ese momento a México, Canadá, América Central y las naciones caribeñas) que se abandonan a decadentes fiestas en la ciudad que ocupa el centro de la isla, Miliard City, donde son atendidos por criados ciegos.

Es una pena que Verne no atine a levantar una historia decente sobre unas ideas por lo demás tan interesantes. Hay poca acción, varios de los elementos clave -como la sosa historia de amor- están demasiado usados y la crítica social (en la que también se denuncia la perniciosa influencia de los misioneros religiosos en las culturas del Pacífico) no viene acompañada de un desarrollo narrativo sólido. Hubiera sido más interesante, como el escritor hizo en otras obras, contarnos la génesis y desarrollo del colosal proyecto. Otros autores del género han sabido coger los mismos ingredientes y construir relatos excelentes. En este sentido, recomiendo especialmente los seis volúmenes de “Golden City” (1999, por Pecqueur y Malfin) o el episodio “Un cobaya para la eternidad” (1981) de la serie de cómic "Jeremiah", de Hermann.

Como último apunte en favor de la capacidad profética de Verne y por mucho que sus ideas pudieran parecer despropósitos fantásticos en su momento, comentaré que sobre los tableros de dibujo se ha llegado a plantear recientemente una propuesta de características similares: un navío/isla tan grande que tiene su propio tren para comunicar sus diferentes secciones, un puerto privado para yates y una laguna interior con una isla en medio. La empresa naviera francesa que construyó el Queen Mary II elaboró planes para construir esta isla artificial casi tan grande como el Vaticano, capaz de acomodar a 10.000 personas y llevarlas de un destino turístico a otro sin necesidad de recalar en puerto alguno.

Hasta ahora nadie ha expresado su interés -o capacidad financiera- para construir y gestionar semejante leviatán (cuyo coste, probablemente, sólo lo haría apto para millonarios), pero de hacerse realidad algún día, sería un justo homenaje que lo bautizaran "Julio Verne".
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jueves, 8 de julio de 2010

1895-LA MAQUINA DEL TIEMPO - H.G.Wells


Si alguien puede arrogarse el manto de “padre de la SF”, éste sería probablemente Herbert George Wells (1866-1946). Y las razones para ello son de peso: innovó el género hasta el punto de que dejó de llamarse “romance científico” para pasar a ser “ciencia ficción” (aunque el término propiamente dicho sería acuñado en los años veinte), e introdujo en él nuevos elementos y temas –a menudo adaptando y modernizando figuras preexistentes- que pasaron a ser clásicos y recurrentes dentro de la literatura de ciencia ficción. Escribiera lo que escribiera, insuflaba en ello un espíritu nuevo, una poesía especial que denotaba una comprensión profunda, quizá intuitiva, de la dialéctica íntima que determina el género. En sus mejores libros, como este que ahora nos ocupa, es elocuente, provocativo y sorprendente. Su obra fue absolutamente capital para el desarrollo de la SF, influyendo en innumerables escritores.

Uno de los factores clave que conformaron la vida de Wells –y por tanto su ficción- es algo a veces difícil de entender por aquellos que no hayan nacido en las particulares complejidades del sistema de clases inglés. La familia de Wells no era ni pobre ni indigente, pero tampoco eran exactamente clase media. Su padre había sido un jugador de cricket profesional, juego que apasiona a los británicos y cuyos participantes se solían dividir entre los “caballeros” amateur y los “jugadores” profesionales, siendo estos últimos de inferior categoría.

Cuando nació Wells, su padre había dejado ya el deporte y llevaba una tienda pero la llegada de un nuevo hijo supuso el emperoamiento de las estrecheces económicas y su madre, siempre muy importante en la vida del escritor, volvió a trabajar como doncella en el servicio doméstico de una gran mansión de Kent. Inicialmente, el propio Wells ejerció diversos oficios como aprendiz, pero sobresalió tanto en sus estudios que se hizo merecedor de una beca que le permitió asistir a la “Normal School of Science” de Londres, una institución sin categoría universitaria pero con una baza fundamental: en su claustro de profesores contaba con el eminente biólogo y darwinista Thomas Huxley. Wells afirmaría más adelante que el año que estuvo en la clase de Huxley fue, “sin duda alguna, el más instructivo” de su vida. “Al final de aquella época, había obtenido una visión bastante clara y completa del universo real”.

Y es la mezcla de ambas influencias, por un lado la división social de clases a través de la que tuvo que abrirse paso, y, por otro, las enseñanzas de Huxley, lo que determinó buena parte de sus mejores libros. Mientras que el humanismo científico y su enérgico proselitismo de la teoría de la evolución son muy evidentes en la obra de Wells, media en ellos una intencionalidad social. En una meritocracia, un individuo con el talento de Wells podría haber ascendido fácilmente; pero Gran Bretaña en las últimas décadas del siglo XIX no era una meritocracia. La movilidad social del novelista fue conseguida no a base de privilegios heredados, sino de duro trabajo. Aquello le impregnó profundamente y acabó fundiéndose con las teorías darwinistas y sus ideas de supervivencia del más fuerte. Vio así el potencial literario que tenía la posibilidad de superponer el discurso “científico” con los conceptos de “clase” y “religión”. De esta forma, a su brillante imaginación y su destreza narrativa, se añadieron una profundidad y sofisticación social que rara vez se vieron en los libros del aburguesado Julio Verne.

Pero vamos con los viajes en el tiempo. Wells no fue el primero en tratar el tema. La primera mención de un viajero temporal aparece en “Memoirs of the 20th Century” (1728), una sátira social escrita por Samuel Madden en la que el viajero resulta ser un ángel de la guarda que vuelve del futuro con documentos robados. También Edward Everett Hale desarrolló la idea en “Hands Off” (1881) en el que cambios en determinados acontecimientos narrados en la Biblia alteran la Historia futura. Ya hemos comentado aquí “El reloj que retrocedía” (1881), de Edward Page Mitchell, donde aparece lo que podría ser la primera máquina del tiempo. Otros ejemplos de viajes temporales revisados en este blog han sido “Un yanqui en la Corte del Rey Arturo”, “El año 2000: una mirada retrospectiva”, "La Edad de Cristal" o “Noticias de Ninguna Parte”, por nombrar sólo algunos, todos ellos anteriores a la novela de Wells.

Tras una serie de relatos breves ("El bacilo robado" (1894), “La isla del Aepyornis” (1894) y “El asombroso caso de los ojos de Davidson" (1894)... que comentaremos en una futura entrada), Wells ya poseía cierta experiencia como escritor de narraciones de corte científico-fantástico. Buscaba un nuevo marco narrativo en el que desarrollar una idea que le venía dando vueltas desde hacía años. En 1888 había publicado en la revista de la Normal School of Science –que él mismo dirigía y editaba- un serial incompleto titulado “The Chronic Argonauts” en el que un científico viaja al pasado en una máquina del tiempo y comete un asesinato. Durante años, volvió una y otra vez sobre el mismo, escribiendo versión tras versión de la historia. Tenía muy claro que quería reemplazar el manido y poco verosímil recurso del sueño o la hibernación como forma de explorar futuros posibles. La idea de inducir hipnóticamente “visiones auténticas” ya no resultaba plausible. Y entonces encontró la idea de “la cuarta dimensión”.

Charles Howard Hinton fue un matemático inglés que intentó dar sustancia científica a sus creencias religiosas codificándolas matemáticamente. Su obra “Scientific Romances” (1884-85) recogía una colección de ensayos, muchos de ellos de corte científico-espiritual, por ejemplo, los algoritmos que se necesitan para la cuantificación del pecado y las virtudes. En otro de ellos afirmaba que el tiempo puede ser interpretado como una cuarta dimensión, algo que Wells leyó con interés, transformándolo de acuerdo a sus necesidades en la verborrea pseudocientífica con que apoyaría su nueva herramienta narrativa: la Máquina del Tiempo. Si el tiempo es una dimensión, como la longitud, la altura y la profundidad, entonces quizá la gente podría viajar por ella. El tiempo es invisible para nosotros sólo porque “nuestra conciencia se mueve intermitentemente” a lo largo de él mientras vivimos. Esta invisibilidad, por cierto, es uno de los temas centrales no sólo de esta novela sino de bastantes de sus relatos cortos; en este caso está subrayado por la noción de que la máquina del tiempo se torna literalmente invisible cuando se desplaza por la corriente temporal.

Este ejercicio de imaginación tenía un punto en común con Julio Verne: la extrapolación de la tecnología de locomoción (algo que no le pasó desapercibido al escritor galo y que motivó sus quejas); pero a diferencia de Verne, Wells no se tomó la molestia de hacer que su máquina temporal pareciera un ingenio plausible. La describe de forma somera y tampoco entra en detalles sobre su funcionamiento concreto. Le bastaba con que sus lectores creyeran en ella como un concepto posible.

En 1894, incluyó todas esas ideas en una serie de artículos científicos publicados en The National Observer, cuyo editor fundó una nueva publicación, The New Review. encargando a Wells la conversión de aquellos ensayos en una historia serializada que, a su vez, se convirtió en la primera novela del escritor: “La Máquina del Tiempo”.

La historia es la siguiente: el viajero en el tiempo (cuyo nombre nunca se nos revela) ha inventado una máquina que permite moverse adelante y atrás en la corriente temporal. La utiliza para trasladarse hasta el año 802.701 y allí descubre que la humanidad ha evolucionado en dos razas separadas: los hermosos pero idiotizados Eloi, que llevan existencias hedonistas y despreocupadas en un entorno paradisíaco; y los salvajes y grotescos Morlocks, que habitan en el subsuelo y quienes, según se nos revela, salen por las noches para devorar a los Eloi. Tras una terrorífica aventura en ese tiempo, el viajero monta de nuevo en su máquina para saltar incluso más lejos en el futuro, contemplando cambios aún más radicales, con la raza humana convirtiéndose primero en criaturas similares a conejos (una escena eliminada de la versión publicada en 1895) y, en una visión de tremenda desolación, en monstruos parecidos a cangrejos arrastrándose por una solitaria playa bajo un sol moribundo. El mensaje estaba claro: la evolución no está siempre de nuestra parte.

El grueso de la acción, no obstante, se desarrolla en el mundo de los Eloi y los Morlocks. Cuando el viajero temporal encuentra a los Eloi reflexiona sobre la civilización que ha encontrado, mezclando el darwinismo con los ideales utópicos. Al poco tiempo de llegar, se da cuenta de que el futuro es muy diferente de lo que él había imaginado. La utopía había fallado: “Bajo las nuevas condiciones de bienestar y seguridad perfectos, esa bulliciosa energía, que es nuestra fuerza, llegaría a ser debilidad”. Efectivamente, la evolución sólo puede aparecer cuando hay competición, riesgo y dolor. Pero Wells pensaba que en ausencia de esos factores, la evolución se transformaba en una especie de involución (aunque este término es incorrecto en términos biológicos) y el progreso no sólo desaparecía, sino que se sufría un deterioro. La raza humana se enfrentaba a un camino de ruina biológica.

En un primer momento, el protagonista teoriza que fueron los acomodados antepasados de los Eloi los que obligaron a los ancestros de los Morlocks a vivir bajo tierra y trabajar para ellos, condicionando así la evolución biológica de lo que en un principio fueron clases sociales (capitalistas y obreros) y acabaron convirtiéndose en razas diferentes. “El gran triunfo de la Humanidad que había yo soñado tomaba una forma distinta en mi mente. No había existido tal triunfo de la educación moral y de la cooperación general, como imaginé. En lugar de esto, veía yo una verdadera aristocracia, armada de una ciencia perfecta y preparando una lógica conclusión al sistema industrial de hoy día. Su triunfo no había sido simplemente un triunfo sobre la Naturaleza, sino un triunfo sobre la Naturaleza y sobre el prójimo”.

Pero no tarda en darse cuenta de que las apariencias le han engañado. Los Morlocks son los verdaderos dueños de la situación por mucho que vivan en oscuros corredores y cámaras subterráneas: mantienen en marcha las máquinas que producen lo poco que los Eloi necesitan pero, a cambio, salen de sus escondrijos por la noche y los cazan para alimentarse de ellos.

La crítica convencional interpreta esta novela como una reflexión sobre la estructura de clases de la Gran Bretaña de finales de siglo, o, alternativamente, un poderoso intento de anticipación con implicaciones darwinianas: los Eloi, viviendo en comunidades neo-helenísticas en un paraíso pastoral recordaban la decadente nobleza del siglo XIX. Los Morlocks, por su parte, son la extensión darwiniana del proletariado industrial. Que los caníbales Morlocks se alimenten de los hermosos pero retrasados Eloi constituye una clara y despiadada sátira de la violencia de clases inherente en la Inglaterra del XIX. Sin embargo, esta alegoría supera las fantasías swiftianas al estilo Gulliver en tanto en cuanto Wells introduce una explicación de corte científico -a efectos narrativos da lo mismo si es cierta o no- que da solidez y verosimilitud a la extrema situación alejándola del campo de la mera fantasía.

En lo que se refiere a la biología, la mutación se convirtió pronto -en buena medida gracias a la obra de Wells- en un tema clásico de la CF. Mutación lleva a evolución, otro principio de importancia central en el género. Los primeros escritores en usar ese concepto, especialmente en Francia, estaban influenciados tanto por Lamarck y Henri Bergson como por Darwin. Por ejemplo, el astrónomo Camille Flammarion con “La Fin du Monde” (1893-94) o la fantasía prehistórica de J.H Rocín “La Guerra del Fuego” (1909) –sobre la que se hizo una película en 1981-. Pero es “La Máquina del Tiempo” la obra que continúa siendo recordada como el auténtico clásico del subgénero. En ella, Wells describe con precisión el resultado de la selección natural en términos de evolución: grandes ojos para los subterráneos Morlocks, degeneración mental para los Eloi. Y también pone de manifiesto que la evolución no tiene marcha atrás, no se puede arreglar; y tampoco es sinónimo de progreso. La evolución es adaptación al entorno y ello puede llevar a sacrificar la inteligencia -como los Eloi- o al canibalismo -como los Morlocks. El viajero en el tiempo descubre que el futuro puede no ser un lugar agradable para vivir, un cambio abismal respecto a otros libros anteriores del género, que se limitaban a trasladar a sus protagonistas a utopías futuristas donde cualquier tiempo pasado había sido peor.

Pero la aproximación evolutiva/social no es la única manera de interpretar esta brillante novela. Considerar a Wells como un “filósofo”, un “cuasi-científico” o un “profeta”, puede distraernos de sus notables habilidades como escritor. Y es que "La Máquina del Tiempo", antes que una sátira social, una apología del darwininismo o una profecía futurista, es un libro de aventuras rico en evocadoras imágenes. Wells no era un estilista literario, no tenía ni talento ni interés para jugar con el lenguaje, el vocabulario o la simbología. Citando al propio escritor: "la literatura no es orfebrería y su finalidad no es la perfección; cuanto más se piensa en cómo debe hacerse, menos se logra". Su mérito, más que en su técnica literaria, reside en la fuerza de las escenas que describe: la terrorífica experiencia del protagonista en los túneles de los Morlocks, rodeado de las siniestras criaturas y acabando con las pocas cerillas que los mantienen a raya, el Londres transformado en un paisaje edénico habitado por los felices Eloi, el interior del antiguo Museo, abandonado mientras el conocimiento que custodia en sus estanterías se convierte en polvo, la dantesca noche de cacería de los Morlocks en el bosque...

La novela se narra de forma funcional, sencilla y clara, con un tono directo y sin florituras que se haría enormemente popular entre otros escritores del género. Sin embargo, no todo es frialdad en su estilo: el personaje de Weena, la bella e inocente Eloi, protagoniza escenas de gran calidad poética y Wells hace de ella uno de los mejores personajes de todos sus libros. Débil, asustadiza, con la mente de un niño pequeño, a diferencia de sus congéneres es capaz de desarrollar ternura, lealtad y puede que incluso amor por el viajero del tiempo, lo que la convierte en la única chispa de esperanza de un mundo en el que los sentimientos y las emociones menos primarias parecen haber desaparecido

Por otra parte, el protagonista, que narra en primera persona la aventura, es el único personaje aparte de Weena que tiene entidad individual, puesto que los Eloi y los Morlocks se describen de forma colectiva. El viajero sufre una notable evolución: al comienzo del relato se nos presenta como un científico ejemplar, objetivo, lleno de teorías abstractas y con un lenguaje frío. Pero a medida que transcurre su aventura, su rigor y curiosidad intelectuales -expresados a través de las conjeturas que el viajero va elaborando sobre lo que observa- quedan sobrepasados por las emociones: miedo, ternura, sorpresa, angustia e incluso un regreso a la violencia primitiva cuando ha de enfrentarse a los Morlocks en mitad de la noche.... la persona que salió del siglo XIX hacia el futuro es muy diferente a la que regresa una semana después y, en cualquier caso, no lo hace como héroe noble e invicto.

Wells fue también uno de los primeros en mirar lejos, muy lejos en el futuro. No en vano, la acción transcurre en el año 802.701. Y este detalle no es poca cosa si tenemos en cuenta que a principios del siglo XIX aún se creía que el universo sólo tenía diez mil años de edad y que había sido creado por Dios para dárselo a la raza humana. Pero la ciencia avanzaba imparable. Los geólogos descubrieron que las rocas eran mucho más viejas de lo que se pensaba; los paleontólogos daban con restos de animales que a todas luces habían vivido mucho antes de que el hombre pisara la Tierra. De repente, la Tierra tenía millones de años y nuestra raza ocupaba sólo un minúsculo segundo del calendario cósmico. Darwin nos hizo ver que nuestro papel estaba muy lejos de ser el de protagonistas, que nuestros antepasados provenían de los simios y que el cambio, la evolución, era una poderosa fuerza siempre en movimiento.

Wells, con todas esas nuevas ideas, elaboró una historia en la que nos ponía delante la cruda verdad: que nuestra civilización es algo muy frágil, una estatua de hielo que puede deshacerse merced al tiempo y la evolución. Cuando el viajero del tiempo se traslada aún más allá, ni siquiera encuentra seres humanos. Hacía millones de años que desaparecieron. Imaginó un mundo sin hombres, y eso era algo muy poco habitual en los “romances científicos” de la época. Para los lectores modernos, la mayoría de las novelas de viajes en el tiempo del siglo XIX pueden ser francamente aburridas. "La Máquina del Tiempo" constituye una refrescante excepción a la norma: al lanzar a su protagonista cientos de miles de años en el futuro, nos muestra una Tierra cuya extrañeza resulta aterradora.

Como hemos visto, “La Máquina del Tiempo” fue una elaborada y tamizada mezcla de influencias diversas: relatos que leyó el escritor, profesores que tuvo, experiencias vitales… La base de la novela, que la raza humana es producto de la evolución y que ésta no ha finalizado y el poder que la naturaleza ejerce sobre nosotros a un nivel que no podemos controlar, es una de las razones por las que se considera a esta obra como fundadora de la Ciencia Ficción. Su influencia fue enorme e inmediata y se extendió a buena parte del resto de la bibliografía del escritor. Casi todas sus novelas fueron reeditadas en los años veinte en los primeros números de la revista “Amazing Stories”, editada por Hugo Gernsback, quien creía firmemente que constituían textos de importancia capital para el nuevo género que iba tomando forma.

La propia novela de Wells dio pie a varias secuelas notables, como “The Man Who Loved Morlocks” (1981) de David Lake o “Las Naves del Tiempo” (1995) de Stephen Baxter, ambos una reacción contra el pesimismo de Wells, hasta el punto de que convierten a los Morlocks en una sociedad casi utópica. Aunque Wells estaba escribiendo acerca de las diferencias de clase tanto como sobre evolución, la novela popularizó la idea de que diferentes razas humanas no podrían coexistir pacíficamente. Esta interpretación tendría influencia en otros escritores y obras a lo largo de la historia del género, como Olaf Stapledon y su “Juan Raro”(1935) o el “Slan” de A.E.Van Vogt. Ejemplos más recientes son “Darwin´s Radio” (1999) de Greg Bear o la trilogía de Xenogénesis de Octavia Butler (1987-89). “Galápagos” (1985), de Kurt Vonnegut, también recoge los temores de Wells acerca de que el cerebro humano pueda, en último término, resultar inútil y dejar paso a la degradación evolutiva.

Wells llegó a esta novela tras un largo período de reflexión, búsqueda de un marco narrativo adecuado y siete versiones del relato. Con ella le llegó el éxito, pero, obligado a mantener una producción continua (un libro al año y a veces dos y tres durante todos los años que le quedaron de vida), ya no volvió a disponer de tiempo para hacer lo mismo con otras obras. En muchos sentidos, “La Máquina del Tiempo” es su trabajo más completo, una base temática sobre la que edificaría una parte importante de su carrera. Es también especial porque en ninguna de sus obras posteriores volvería a mirar a un futuro tan lejano ni evocaría de nuevo la muerte de todo lo que conocemos enfrentándose a lo que ahora llamamos posthumano. Por eso, de alguna manera, fue el principio de su carrera, pero también el punto final de todo lo que escribió a partir de entonces.

lunes, 5 de julio de 2010

EL REPARADOR DE REPUTACIONES -Robert W.Chambers


Se trata de una historia corta publicada en la recopilación de cuentos “The King in Yellow” y es un excelente ejemplo del tipo de ficción de terror que escribía su autor, Robert W.Chambers. Dicha compilación incluye relatos de fantasía, misterio, ciencia ficción y romance.

La historia está situada en Nueva York en el año 1925, treinta años en el futuro del autor, y se narra desde el punto de vista de Hildred Castaigne, un joven cuya personalidad experimenta un cambio radical tras la caída de un caballo y el consiguiente golpe en la cabeza. Es recluido en un asilo para recibir tratamiento a cargo del Dr.Archer. Debido a su condición de enfermo mental y al tiempo narrador de la historia, nunca podemos estar seguros de hasta qué punto lo que se nos cuenta se ajusta a la “realidad”.

Aún recobrándose del accidente, Castaigne consigue una copia de “The King in Yellow”, una obra censurada –elemento común que aparece en los otros relatos de la compilación- que le afecta profundamente. Antes un rico y afable playboy, tras su accidente, Castaigne se ha convertido en un recluso excéntrico que pasa su tiempo sumergido en viejos libros y mapas en compañía de un personaje aún más extraño, Mr.Wilde –el “reparador de reputaciones” del título-, cuyo grotesco y desfigurado aspecto se lo debe al gato salvaje con el que convive y del que no quiere desprenderse por mucho que le ataque frecuentemente.

Wilde afirma ser el arquitecto de una gran conspiración que, entre otros métodos, utiliza el chantaje para influenciar y dirigir a hombres poderosos cuyas reputaciones fueron salvadas del escándalo gracias a esta oscura red. Hildred fantasea con que, con la ayuda de Wilde, se convertirá en heredero del “Último Rey” de la “Dinastía Imperial de América”, que Wilde asegura que proviene de un reino perdido de las distantes estrellas. Sin embargo, Castaigne cree que su primo Louis se interpone en la línea sucesoria, por lo que planea forzarle a abdicar de sus pretensiones, aceptar el exilio y no casarse nunca.

Louis, que cree que Hildred aún está mentalmente desequilibrado, se burla de él accediendo a no reclamar su derecho al trono, pero acaba enfadándose cuando Hildred insiste en que no puede casarse con su prometida, Constance. Es más, afirma que ha asesinado al Dr.Archer y ha hecho que maten a la muchacha. Cuando Hildred va al apartamento de Mr.Wilde, se encuentra con que el gato salvaje de éste le ha rajado la garganta, deshaciendo así sus planes para conquistar Estados Unidos. Cuando llega la policía, Hildred ve a Constance entre la multitud. Queda pues en el misterio si el loco Hildred cometió realmente algún crimen o sólo los imaginó y si lo que hace la policía es devolverlo al asilo o encerrarlo en la cárcel.

Por otra parte, el futuro que describe el protagonista, aunque de forma somera, es una extraña mezcla de utopía y distopia: Estados Unidos ha ido prosperando gracias al ascenso de una nueva elite aristocrática que ha conseguido eliminar de las ciudades la pobreza y los horrores arquitectónicos, convirtiéndolas en lugares agradables para vivir. Las artes, subvencionadas por un gobierno centralizado y poderoso, prosperan. Un Congreso de Religiones ha eliminado el fanatismo y la intolerancia. El establecimiento del Estado Negro independiente de Suanee ha eliminado el problema racial –los indios han sido integrados en el ejército-. La diplomacia y las fuerzas armadas han conseguido éxitos en el ámbito internacional, asegurando un periodo de paz mientras en Europa, las cosas van mucho peor: “los Estados Unidos tuvieron que contemplar con desvalida pena cómo Alemania, Italia, España y Bélgica se debatían en la angustia de la Anarquía mientras Rusia, vigilante desde el Cáucaso, se inclinaba para atraparlas una por una”.

Aunque todo parece próspero en el ámbito doméstico, hay otros elementos que ensombrecen el panorama, por mucho que el narrador no lo vea así. Por ejemplo, “la exclusión de los judíos nacidos en el extranjero” se interpreta como “medida de autopreservación nacional”. No sólo se ha legalizado el suicidio sino que se facilita a través de las fácilmente accesibles “Cámaras Letales Gubernamentales”, un detalle este especialmente terrorífico que el narrador deja caer de pasada con total naturalidad.

Narración de terror psicológico con pinceladas de ciencia ficción, este cuento es uno de los mejores y más grotescos relatos sobre la paranoia y los delirios de grandeza.